miércoles, 19 de febrero de 2014

Cazando piratas en el otro Muro de las Lamentaciones



Cuando levanté la vista tenía frente a mí un muro eterno saturado de ventanas de acero. Por más que elevaba la vista no alcanzaba a ver el final. El edificio era infinitamente alto, jamás nadie sería capaz de subir a lo alto, donde supuestamente ondeaba una bandera negra con dos fémures cruzados y una calavera. Yo aguardaba a pie de calle los acontecimientos, encerrado por los muros y atenazado por el frío, sin saber muy bien qué hacer.

Las ventanas se sucedían provocando un terror tripofóbico. Era de noche y la luz de la luna predecía las nubes que esquivaban el perpetuo edificio. Los pies los tenía adheridos al suelo, el asfalto se había derretido y me había quedado irremediablemente pegado allí para siempre. 

Empezó a llover. Los relámpagos iluminaban las ventanas tripofóbicas donde se vislumbraban siluetas de los que anteriormente habían muerto en el mismo lugar donde yo estaba. Nunca jamás podría salir de allí, sólo me quedaba esperar y morir.

Los gatos y las ratas en insólita alianza vagabundeaban por el asfalto de aquella calle ciega. No tenían prisa en comenzar a devorar mi carne, sabían que iba a estar allí para siempre, que aquella iba a ser mi tumba. No me sorprendió cuando noté el primer mordisco en el gemelo de mi pierna izquierda, mas un aliento de tristeza me envolvió cuando ví la cara tan estúpida que tenía la rata que estaba bebiendo mi sangre. Qué tiempos aquellos en los que la peste negra campaba a sus anchas por Europa, pensé.

El tiempo pasó desesperantemente lento hasta que empecé a notar las ratas sobre mis hombros, en breve se pondrían manos a la obra con mi cabeza, el resto del cuerpo ya no era un cuerpo, lo único que permanecía de él era la posición erguida. El último relámpago que vieron mis ojos iluminaron las ventanas en zig-zag, en todas ellas la imagen de los muertos asistían impasibles al espectáculo esperando para pedirme cuentas.

De pronto, el silencio. El asfalto que golpeó mi cabeza, el cosquilleo de las patas recorriéndome todo el cuerpo dieron paso a un estado de intranquilidad perpetua. La mente relampagueaba con las cortinas ondeando al son de los malos augurios. El abismo de la eternidad tripofóbica me observaba, yo era otro montón de mierda que había que fagocitar. Y así ocurrió. 

Desde aquel día observo desde una ventana cómo las ratas devoran a otros hijos de puta que corrieron la misma suerte que yo. Aquí estoy y aquí estaré, esta ventana es lo único que me queda.

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