jueves, 27 de febrero de 2014

Duos habet et bene pendentes



Cuenta la leyenda que una mujer ocupó el sillón de San Pedro ocultando su verdadero sexo, la papisa Juana. Su pontificado se suele situar entre el 855 y el 857, correspondiendo según la lista oficial de papas al pontificado de Benedicto III, afirmando algunos que éste en realidad era una mujer disfrazada. Otros lo sitúan entre 872 y 882, siendo Juan VIII la presunta impostora bajo apariencia masculina.

A partir del s.XVI diversos estudiosos demostraron que esta leyenda no parece corresponderse con la realidad, sino que probablemente se tratara de un mito surgido a raíz de algunos opositores a Juan VIII que le consideraban demasiado débil frente a la Iglesia de Constantinopla, o incluso en referencia a Marozia, autoritaria madre del papa Juan XI quien dominaba la iglesia como si ella misma fuera el Papa.

Sin embargo entre los siglos X y XVI esta leyenda se creyó como cierta, existiendo un gran temor entre las filas vaticanas a que entre los candidatos a Papa se encontrara alguna mujer disfrazada. Surgió entonces la necesidad de comprobar los atributos sexuales de los papables para certificar que el futuro pontífice realmente fuera un hombre. Pero, ¿cómo y qué justificación teológica se habría de aplicar para procedimentar esa liturgia?

La justificación teológica la encontraron en el libro del Levítico 21:20, donde se prohíbe expresamente que un eunuco (un hombre con los testículos aplastados) accediera al cargo de sumo pontífice. De ahí que se ideara una silla especial con un agujero por el que colgaban los genitales del Papa. Era misión del camarlengo palpar si aquello que colgaba era lo que tenía que ser. Si todo era correcto, el camarlengo pronunciaba la frase “Duos habet et bene pendentes” (Tiene dos y cuelgan bien) a lo que todos respondían “Deo Gratias”.


miércoles, 19 de febrero de 2014

Cazando piratas en el otro Muro de las Lamentaciones



Cuando levanté la vista tenía frente a mí un muro eterno saturado de ventanas de acero. Por más que elevaba la vista no alcanzaba a ver el final. El edificio era infinitamente alto, jamás nadie sería capaz de subir a lo alto, donde supuestamente ondeaba una bandera negra con dos fémures cruzados y una calavera. Yo aguardaba a pie de calle los acontecimientos, encerrado por los muros y atenazado por el frío, sin saber muy bien qué hacer.

Las ventanas se sucedían provocando un terror tripofóbico. Era de noche y la luz de la luna predecía las nubes que esquivaban el perpetuo edificio. Los pies los tenía adheridos al suelo, el asfalto se había derretido y me había quedado irremediablemente pegado allí para siempre. 

Empezó a llover. Los relámpagos iluminaban las ventanas tripofóbicas donde se vislumbraban siluetas de los que anteriormente habían muerto en el mismo lugar donde yo estaba. Nunca jamás podría salir de allí, sólo me quedaba esperar y morir.

Los gatos y las ratas en insólita alianza vagabundeaban por el asfalto de aquella calle ciega. No tenían prisa en comenzar a devorar mi carne, sabían que iba a estar allí para siempre, que aquella iba a ser mi tumba. No me sorprendió cuando noté el primer mordisco en el gemelo de mi pierna izquierda, mas un aliento de tristeza me envolvió cuando ví la cara tan estúpida que tenía la rata que estaba bebiendo mi sangre. Qué tiempos aquellos en los que la peste negra campaba a sus anchas por Europa, pensé.

El tiempo pasó desesperantemente lento hasta que empecé a notar las ratas sobre mis hombros, en breve se pondrían manos a la obra con mi cabeza, el resto del cuerpo ya no era un cuerpo, lo único que permanecía de él era la posición erguida. El último relámpago que vieron mis ojos iluminaron las ventanas en zig-zag, en todas ellas la imagen de los muertos asistían impasibles al espectáculo esperando para pedirme cuentas.

De pronto, el silencio. El asfalto que golpeó mi cabeza, el cosquilleo de las patas recorriéndome todo el cuerpo dieron paso a un estado de intranquilidad perpetua. La mente relampagueaba con las cortinas ondeando al son de los malos augurios. El abismo de la eternidad tripofóbica me observaba, yo era otro montón de mierda que había que fagocitar. Y así ocurrió. 

Desde aquel día observo desde una ventana cómo las ratas devoran a otros hijos de puta que corrieron la misma suerte que yo. Aquí estoy y aquí estaré, esta ventana es lo único que me queda.

viernes, 14 de febrero de 2014

Mi E.N.V.A.S.E. (sin atmósfera protectora)



Egocentrismo:  característica que define a una persona que cree que sus propias opiniones e intereses son más importantes que las de los demás. Es la hegemonía de que sus pensamientos por sobre los de los demás; lo que él piensa, opina, decide, cree y razona es primero y más importante que el resto, el mundo gira alrededor de su individualidad y lo que no se ajusta a él es rechazado y desvalorado por su opinión.

Narcisismo: Rasgo de personalidad  que distingue al amor que un sujeto tiene hacia sí mismo como objeto. Se trata de una especie de autoenamoramiento.

Vanidad:  creencia excesiva en las habilidades propias o en la atracción causada hacia los demás. La vanidad es una expresión exagerada de la soberbia.

Arrogancia: defecto por el cual un excesivo orgullo personal lleva a creer y exigir más privilegios para sí de a los que tiene derecho.

Soberbia: Sentimiento de valoración de uno mismo por encima de los demás. Es el deseo de ser preferido por otros basándose en la satisfacción de la propia vanidad.

Egoísmo: sentimiento que empuja a los individuos a actuar motivados por su propio interés negando la existencia de conductas altruistas.

Lvpercalia y San Valentín



Las Fiestas Lupercales (en latín Lvpercalia) se celebraban en la Antigua Roma “ante diem XV Kalendas Martias”, que equivale a nuestro 15 de febrero. Su nombre proviene de la combinación de las palabras “lupus” (lobo) e “hircus” (macho cabrío), ambos considerados animales impuros. Las fiestas se celebraban en honor del dios Fauno Luperco, protector contra los lobos salvajes que asolaban Roma en aquellos tiempos y equivalente romano del dios griego Pan, dios de la fertilidad y la sexualidad masculina. Se consideraba a Pan (Fauno) protector contra Plutón, considerado el más despiadado y temido de los Dioses. El otro nombre con el que se conoce a Plutón es Februo. 

De entre los más ilustres adolescentes de Roma se elegía anualmente un cuerpo especial de sacerdotes, los Lupercos y se reunían el 15 de febrero en la gruta del Lupercal, lugar donde según la tradición Fauno Luperco tomó la forma de una loba (Luperca) que habría de amamantar a los gemelos Rómulo y Remo. Las Fiestas comenzaban con el rito del sacrificio de un perro (como imagen del lobo) y de una cabra (como imagen del macho cabrío) por parte del maestro de ceremonias, el Flamen Dialis. A continuación los Lupercos se desnudaban y se acercaban a él quien les tocaba la frente con el cuchillo teñido con la sangre de la cabra (momento en el que tenían que soltar una carcajada). Seguidamente se cortaba la piel de los animales sacrificados en tiras llamadas “februa” con las que recubrían sus cuerpos y salían a desfilar alrededor del monte Palatino. Durante este desfile, numerosas mujeres salían a su paso, descubrían sus espaldas y dejaban que los Lupercos las azotaran con las tiras de cuero (“februatio”) como símbolo de vigor y fertilidad. Las mujeres a cambio tenían que borrar las manchas de sangre de la frente de los Lupercos con un mechón de lana impregnado en leche de la cabra sacrificada.

Es importante comprender que este acto de purificación comenzó en el reinado de Rómulo y Remo en el s.VIII a.C., cuando gran parte de la población femenina romana era estéril (por motivos que aún se desconocen, probablemente por una deficiente alimentación). La preocupación popular propició una consultar al oráculo de la diosa Juno Februata "Febris", en el bosque Esquilo, quien respondió: "Madres del Lacio, que os fecunde un macho cabrío velludo". Y es ésta la razón por la que los Lupercos van desnudos, ungidos en sangre de animales impuros (como si vinieran de caza), con pieles de lobo y golpeando con tiras de cuero a modo de látigo como si fuera un miembro viril.

El nombre de las tiras de cuero “februa”, junto al de la deidad despiadada contra la que querían protegerse, Februo y la diosa Juno Februata de la feminidad constituyen los orígenes del nombre del mes de febrero. 

Característica común de las mujeres que recibían la “februatio” era el color morado de sus espaldas por los azotes recibidos, signo visible del aumento de su fertilidad. Y es que en aquel entonces el color morado representaba a las prostitutas de la época, en particular las que ejercían la prostitución sagrada con los lupercos en el Ara Máxima, también llamadas lupas, lobas o “perras” (origen del uso peyorativo de ésta palabra). Los ecos de estas prácticas han llegado a nuestros días ya que se considera al morado el color del feminismo.

El final de fiestas consistía en un gran banquete con danzas, música y un punto álgido, el juego que más gustaba a los romanos, especialmente a los jóvenes: el baile sagrado de Juno Februata, la diosa Febris (de “fiebre” del amor, las mujeres y el matrimonio). Para ello, en un caldero los asistentes masculinos depositaban los nombres de las chicas que más les gustaban y posteriormente escogían una al azar que se convertía en su pareja sexual durante el resto del año. Esta costumbre fue observada durante siglos en el Imperio Romano.

Ya en el año 392 el emperador Teodosio prohibió todo acto de culto, declarando al paganismo fuera de la ley. Pero fue el Papa Gelasio I quien prohibió y condenó explícitamente en el año 494 la celebración pagana de las Lupercales. Le preocupaba sobre todo la participación en ellas de cristianos dada su alta carga sexual, por lo que optó por un camino conocido: el encubrimiento de las costumbres pervertidas y la observancia de los dioses paganos e ídolos para “cristianizarlos”. Así como el 25 de diciembre, día de la celebración del Sol Invictus, se transformó en el día del nacimiento de Jesucristo, las Lupercales y los bailes de la diosa Febris fueron sustituidos por la festividad de San Valentín, un cristiano que murió martirizado el 14 de febrero del año 270. El juego era el mismo pero vaciándose de todo contenido sexual: en lugar de poner los nombres de las muchachas en un caldero, lo que ponían eran los nombres de santos escogidos por muchachos y muchachas. Era entonces la responsabilidad de cada persona imitar o escribir sobre la vida del santo cuyo nombre él o ella habían escogido. Cuando salía el nombre de San Valentín se convertía en la excusa perfecta para que jóvenes enamorados se escribieran mensajes románticos a lo largo del año.

Se conocen hasta tres cristianos martirizados en el siglo III con el nombre de Valentín, al que Gelasio se refería probablemente fuera Valentín de Terni, un sacerdote que ejerció en Roma en tiempos del emperador Claudio II. Durante su reinado Roma se afanaba en defender sus fronteras frente a alamanes, godos y galos. La necesidad de tropas eficaces empujó a Claudio II a prohibir la celebración de matrimonios entre jóvenes ya que consideraba que los solteros sin familia eran mejores soldados. A Valentín le parecía injusta esa prohibición y celebraba en secreto matrimonios entre jóvenes enamorados, motivo por el cual fue martirizado y ejecutado. El Papa Gelasio supo sincretizar a la perfección el baile de la diosa Febris de las Lupercales junto con la historia de Valentín de Terni, protector de los enamorados, consiguiendo sumergir en el océano del olvido su auténtico origen, las Fiestas Lupercales Romanas.