Eduardo vino al mundo con el puño cerrado, fuertemente apretado, intentando que el secreto que escondía no eclipsara la buena nueva de su nacimiento. Tanto en los momentos en los que su madre le empujaba fuera de su cuerpo como en los instantes
posteriores, en ningún momento abrió su mano derecha. Algo en su flamante instinto infantil le incitaba a no hacerlo.
Fue difícil para sus padres asimilar la
extraña anomalía congénita que el bebé traía desde los albores de su
existencia: todo lo que tocaba con el dedo índice de su mano derecha dejaba de
existir. O eso es al menos lo que sucedió cuando la matrona, en un intento de valorar la psicomotricidad manual del pequeño, abrió a la
fuerza la mano. El
susodicho dedo índice de Eduardo la rozó y de pronto, ante el asombro de todos,
la matrona desapareció.
Eduardo tenía minutos de vida y obviamente no
era consciente de nada de lo que estaba sucediendo, no se daba cuenta de que con su mano
derecha abierta y sus dedos extendidos tenía más peligro que un dragón resfriado en un arsenal. La
toalla, el pañal, la lamparita de infrarrojos, todo lo que tocaba con su dedo
índice desaparecía. Su padre, un avezado científico del CSIC fue el primero que
fue capaz de poner en pie los formidables sucesos que acaecían en aquel
paritorio. Lo primero que se le ocurrió fue intentar vendar el dedo para que no
tocara nada, pero menuda estupidez, en cuanto la venda tocó el dedo de marras
desapareció. Incluso a simple vista la punta de ese dedo se veía rara, como
ennegrecida, emborronada, los fotones al contacto con su piel también
desaparecían, la luz no rebotaba y no llegaba a las retinas por lo que era
imposible ver el punto central de la falange del maldito dedo índice del niño.
Los seres humanos no nos vemos, no sabemos de que color somos, lo que vemos es la luz que los cuerpos deciden reflejar, una luz que penetra en nuestras retinas y ayuda a nuestro cerebro a visionar. Por ejemplo, si vemos un objeto rojo
sabemos que ese objeto es de todos los colores menos rojo; la luz blanca al incidir
sobre él absorbe las frecuencias de todos los colores salvo la roja que no la
quiere, que la rechaza, rebota y entra en nuestro ojo anunciando al cerebro que debe interpretar que ese
objeto es rojo y no, es de todo menos rojo, nuestros ojos nos mantienen
engañados haciéndonos creer que vivimos una realidad irreal,
contraria a lo que percibimos. El dedo del niño estaba difuminado, borroso,
incluso las moléculas de aire a su contacto desaparecían. Ese dedo vivía
recubierto de una capa de vacío, de la nada, de esa nada que anuncia la inexistencia material de las
cosas. Dios estaba en todas partes salvo en la punta de ese dedo de Eduardo, quedó fuera de los planes creativos propios del Demiurgo, se le escapó.
La infancia, niñez y sobre todo la pubertad
de Eduardo "DedoChungo" como le llamaban sus amigos fue complicada. En un alarde de romanticismo material se dedicaba a anotar en una
libreta todas aquellas cosas que había hecho desaparecer
involuntariamente a lo largo de sus días: lápices, borradores, croquetas, videoconsolas, calzoncillos,
libros, cuadros, árboles, paquetes de gusanitos e incluso, una gran desgracia
para la familia, hizo desaparecer a su propio abuelo. Éste estaba un poco mal de la azotea, sufría y no quería vivir
más. Conocedor de la especial dotación de su nieto, un mal día el abuelo de Eduardo se abalanzó hacia
él gritando aquello de “adiós mundo cruel”. Aunque Eduardo intentó zafarse no pudo hacer nada, el maldido dedo tocó al
abuelo, hizo “¡PLOP!” y desapareció súbitamente, pero
no en su totalidad, la dentadura postiza quedó flotante en el aire durante unos
instantes, la tenía completamente suelta en el momento del contacto con el
dedo, ni un solo átomo del abuelo rozaba la dentadura
postiza y ésta nunca dejó de existir. Eduardo, que andaba bastante bien de reflejos,
cogió la dentadura al vuelo mientras caía irremisiblemente atraída por la
gravedad terrestre. Desde entonces la custodia con amor y dedicación en su mesita de noche, rodeada de flores de
plástico y clicks de Playmobil que hacen guardia dental. Amaba a su abuelo aunque
estuviera como una puta cabra.
Todas las cosas propias de la vida de un
diestro eran ajenas a Eduardo, un zurdo postizo, un zurdo obligado por las
especiales circunstancias de su extraordinaria vida. Desde el mismo momento de su nacimiento
su padre estuvo devanándose los sesos para encontrar algo que mejorara la calidad de vida
de Eduardo y, sobre todo, la seguridad de todos los que le rodeaban. Pensó en un guante de antimateria, un condón
de Higgs, una tirita con agujeros negros y otras muchas cosas más, todas ellas
plausibles en el ámbito de la majestuosa física cuántica, pero quimeras en
un mundo donde materia y realidad pesan mucho más que la utopía lastrando
irremisiblemente los sueños de la ciencia. De momento Eduardo no tenía más remedio que
vivir a con el dedo tieso, a pelo, sin tocar nada. Toda su vestimenta se
complementaba con una pequeña cuña de corcho que se metía bajo la axila derecha
para separar levemente el brazo de su cuerpo, le aterrorizaba pensar que en
mitad de cualquier sitio se rozara los pantalones y de pronto se quedara en
cueros. Eduardo, muy a su pesar, era un peligro, una amenaza existencial.
Como la naturaleza es un ente que se auto
equilibra, en el otro platillo de la balanza apareció una primorosa criatura, una chica que adoraba a Eduardo desde el silencio de la prudencia, desde la seducción
de lo fascinante y que también escondía un secreto, que no tenía absolutamente
nada especial. Era una chica como otra cualquiera salvo que era la única a la que
no le aterrorizaba la idea de tener a Eduardo a menos de 5 metros, todo lo
contrario, le deseaba, quería rozar todo su cuerpo contra él, obviando el dedo,
por supuesto, pues aunque fuera una chica normal no quería dejar de existir,
tenía muchos motivos para querer seguir viviendo, el primero Eduardo, por
supuesto, pero también le gustaba mucho la música, el karma, el cosmos y rechupetear
los palos de canela sumergidos en el arroz con leche que hacía su abuela.
La innata inteligencia y persuasión que
habita en todas las mujeres se combinaron en los ardides de la chica de tal modo que no tuvo que pasar mucho tiempo hasta que Eduardo
y ella se vieron a solas en la habitación de un sórdido motel. El silencio de
la timidez dio paso a las risas cuando Eduardo hizo desaparecer como por arte
de magia una cucaracha que les observaba ajena a su destino. Te amo Eduardo, Yo también te amo a ti,
aunque no sé cómo te llamas, No te quiero decir mi nombre, corro el riesgo de dejar de
existir estando aquí contigo, así que para que no te lamentes si eso ocurriere no
voy a decirte cómo me llamo, Me parece bien.
Eduardo y ella pasaron horas besándose,
tocándose, entrando el uno en el otro, fumando, todo ello con un exquisito cuidado, que Eduardo
no rozara nada con su enhiesto dedo índice de la mano derecha. Cada eyaculación
de Eduardo le entristecía, a todos los hombres les sobreviene una minúscula
bruma de tristeza en los instantes inmediatamente posteriores al orgasmo, pero
la suya era mayor, era una tristeza plomiza, velada, intensa, tanto que al tercer polvo
se echó a llorar amargamente. ¿Qué te ocurre Eduardo?, Me quiero morir, vivir
con este dedo es lo peor, me tiene estigmatizado socialmente, viviendo alerta
las 24 horas del día desde que nací, vivo agobiado, sin poder relajarme, y no
solo eso, mi mayor fantasía jamás la podré cumplir, ¿Y qué fantasía es esa?,
Prométeme que no te vas a reír, Te lo prometo, Vale, me gustaría meter mi dedo
en una vagina, pero por motivos obvios no puedo hacerlo, a quien hiciera eso
moriría ipso facto, no sería capaz de disfrutarlo ni tan siquiera un segundo,
Yo estoy dispuesta a hacer eso por ti Eduardo, Qué me estás diciendo, En serio,
no me importa, me da igual dejar de existir, total, algún día moriré, y no se me
ocurre mejor forma de hacerlo que haciendo cumplir la fantasía del hombre al
que amo, porque tú a mí no me amas tanto como yo a ti, así que te puede
entristecer que yo desaparezca en cuanto metas tu dedo en mi vagina, pero tu
tristeza será breve, futil, insignificante, seguirás viviendo tu vida y
yo habré dejado de existir feliz, lo que se dice pasar a mejor vida. Madre mía, menudo dilema, me estás pidiendo
que te mate, No, te estoy pidiendo que seas libre y seas feliz. En ese momento
ella se tumbó cómodamente, abrió las piernas y dejó al descubierto su
entrepierna inundada por las horas que habían pasado juntos. Venga Eduardo,
procede. Eduardo la miró fijamente a los ojos, penetrando hondamente en ellos, mantuvo su mirada casí un minuto
pensando, sopesando, hasta que tomó una decisión. Eduardo introdujo su dedo en la
vagina de aquella chica y como era de esperar, de inmediato desapareció. Casi sin darse cuenta de pronto se vio solo en
la habitación de un motel, con la ropa de una preciosa y anónima chica tirada
por el suelo, una chica que jamás volvería a ver, una chica a la que alguien
echaría de menos, una chica que tendría padres, amigos, familia y un entorno.
Lejos de sentir placer por el sublime contacto de su dedo con lo más íntimo de
ella, Eduardo notó como su ser se hundía en un oscuro mar de pesadumbre y obscenidad marmórea.
No sólo tenía que aguantar la impertinencia de la existencia de su dedo sino
que además ahora llevaría la carga de haberla matado a ella, la que dio su vida por él, por su estúpido deseo de sentir los pliegues internos de una vagina. Sin pensarlo demasiado, porque esas cosas se
piensan poco, Eduardo se tocó con el dedo maldito la sien derecha, como
simulando una ruleta rusa, pero poco tenía de simulación, Eduardo desapareció
al instante haciendo ¡PLOP!. Su desaparición fue rápida, aséptica, su desaparecida presencia solamente quedó testimoniada en un instante por el hueco que sus rodillas hincadas dejaron en el colchón de látex de aquel lugar. Una vez el colchón recuperó su planicie la habitación
quedó solitaria, con las ropas de ambos tiradas por el suelo, con las sábanas
llenas de los fluidos de ambos y con un cigarro consumiéndose lentamente en el
cenicero, hasta que llegó a la boquilla, y se apagó para siempre.