jueves, 11 de diciembre de 2014

El dedo de Eduardo




Eduardo vino al mundo con el puño cerrado, fuertemente apretado, intentando que el secreto que escondía no eclipsara la buena nueva de su nacimiento. Tanto en los momentos en los que su madre le empujaba fuera de su cuerpo como en los instantes posteriores, en ningún momento abrió su mano derecha. Algo en su flamante instinto infantil le incitaba a no hacerlo.

Fue difícil para sus padres asimilar la extraña anomalía congénita que el bebé traía desde los albores de su existencia: todo lo que tocaba con el dedo índice de su mano derecha dejaba de existir. O eso es al menos lo que sucedió cuando la matrona, en un intento de valorar la psicomotricidad manual del pequeño, abrió a la fuerza la mano. El susodicho dedo índice de Eduardo la rozó y de pronto, ante el asombro de todos, la matrona desapareció.  

Eduardo tenía minutos de vida y obviamente no era consciente de nada de lo que estaba sucediendo, no se daba cuenta de que con su mano derecha abierta y sus dedos extendidos tenía más peligro que un dragón resfriado en un arsenal. La toalla, el pañal, la lamparita de infrarrojos, todo lo que tocaba con su dedo índice desaparecía. Su padre, un avezado científico del CSIC fue el primero que fue capaz de poner en pie los formidables sucesos que acaecían en aquel paritorio. Lo primero que se le ocurrió fue intentar vendar el dedo para que no tocara nada, pero menuda estupidez, en cuanto la venda tocó el dedo de marras desapareció. Incluso a simple vista la punta de ese dedo se veía rara, como ennegrecida, emborronada, los fotones al contacto con su piel también desaparecían, la luz no rebotaba y no llegaba a las retinas por lo que era imposible ver el punto central de la falange del maldito dedo índice del niño. Los seres humanos no nos vemos, no sabemos de que color somos, lo que vemos es la luz que los cuerpos deciden reflejar, una luz que penetra en nuestras retinas y ayuda a nuestro cerebro a visionar. Por ejemplo, si vemos un objeto rojo sabemos que ese objeto es de todos los colores menos rojo; la luz blanca al incidir sobre él absorbe las frecuencias de todos los colores salvo la roja que no la quiere, que la rechaza, rebota y entra en nuestro ojo anunciando al cerebro que debe interpretar que ese objeto es rojo y no, es de todo menos rojo, nuestros ojos nos mantienen engañados haciéndonos creer que vivimos una realidad irreal, contraria a lo que percibimos. El dedo del niño estaba difuminado, borroso, incluso las moléculas de aire a su contacto desaparecían. Ese dedo vivía recubierto de una capa de vacío, de la nada, de esa nada que anuncia la inexistencia material de las cosas. Dios estaba en todas partes salvo en la punta de ese dedo de Eduardo, quedó fuera de los planes creativos propios del Demiurgo, se le escapó.

La infancia, niñez y sobre todo la pubertad de Eduardo "DedoChungo" como le llamaban sus amigos fue complicada. En un alarde de romanticismo material se dedicaba a anotar en una libreta todas aquellas cosas que había hecho desaparecer involuntariamente a lo largo de sus días: lápices, borradores, croquetas, videoconsolas, calzoncillos, libros, cuadros, árboles, paquetes de gusanitos e incluso, una gran desgracia para la familia, hizo desaparecer a su propio abuelo. Éste estaba un poco  mal de la azotea, sufría y no quería vivir más. Conocedor de la especial dotación de su nieto, un mal día el abuelo de Eduardo se abalanzó hacia él gritando aquello de “adiós mundo cruel”. Aunque Eduardo intentó zafarse no pudo hacer nada, el maldido dedo tocó al abuelo, hizo “¡PLOP!” y desapareció súbitamente, pero no en su totalidad, la dentadura postiza quedó flotante en el aire durante unos instantes, la tenía completamente suelta en el momento del contacto con el dedo, ni un solo átomo del abuelo rozaba la dentadura postiza y ésta nunca dejó de existir. Eduardo, que andaba bastante bien de reflejos, cogió la dentadura al vuelo mientras caía irremisiblemente atraída por la gravedad terrestre. Desde entonces la custodia con amor y dedicación en su mesita de noche, rodeada de flores de plástico y clicks de Playmobil que hacen guardia dental. Amaba a su abuelo aunque estuviera como una puta cabra.

Todas las cosas propias de la vida de un diestro eran ajenas a Eduardo, un zurdo postizo, un zurdo obligado por las especiales circunstancias de su extraordinaria vida.  Desde el mismo momento de su nacimiento su padre estuvo devanándose los sesos para encontrar algo que mejorara la calidad de vida de Eduardo y, sobre todo, la seguridad de todos los que le rodeaban. Pensó en un guante de antimateria, un condón de Higgs, una tirita con agujeros negros y otras muchas cosas más, todas ellas plausibles en el ámbito de la majestuosa física cuántica, pero quimeras en un mundo donde materia y realidad pesan mucho más que la utopía lastrando irremisiblemente los sueños de la ciencia. De momento Eduardo no tenía más remedio que vivir a con el dedo tieso, a pelo, sin tocar nada. Toda su vestimenta se complementaba con una pequeña cuña de corcho que se metía bajo la axila derecha para separar levemente el brazo de su cuerpo, le aterrorizaba pensar que en mitad de cualquier sitio se rozara los pantalones y de pronto se quedara en cueros. Eduardo, muy a su pesar, era un peligro, una amenaza existencial.

Como la naturaleza es un ente que se auto equilibra, en el otro platillo de la balanza apareció una primorosa criatura, una chica que adoraba a Eduardo desde el silencio de la prudencia, desde la seducción de lo fascinante y que también escondía un secreto, que no tenía absolutamente nada especial. Era una chica como otra cualquiera salvo que era la única a la que no le aterrorizaba la idea de tener a Eduardo a menos de 5 metros, todo lo contrario, le deseaba, quería rozar todo su cuerpo contra él, obviando el dedo, por supuesto, pues aunque fuera una chica normal no quería dejar de existir, tenía muchos motivos para querer seguir viviendo, el primero Eduardo, por supuesto, pero también le gustaba mucho la música, el karma, el cosmos y rechupetear los palos de canela sumergidos en el arroz con leche que hacía su abuela. 

La innata inteligencia y persuasión que habita en todas las mujeres se combinaron en los ardides de la chica de tal modo que no tuvo que pasar mucho tiempo hasta que Eduardo y ella se vieron a solas en la habitación de un sórdido motel. El silencio de la timidez dio paso a las risas cuando Eduardo hizo desaparecer como por arte de magia una cucaracha que les observaba ajena a su destino. Te amo Eduardo, Yo también te amo a ti, aunque no sé cómo te llamas, No te quiero decir mi nombre, corro el riesgo de dejar de existir estando aquí contigo, así que para que no te lamentes si eso ocurriere no voy a decirte cómo me llamo, Me parece bien.

Eduardo y ella pasaron horas besándose, tocándose, entrando el uno en el otro, fumando, todo ello con un exquisito cuidado, que Eduardo no rozara nada con su enhiesto dedo índice de la mano derecha. Cada eyaculación de Eduardo le entristecía, a todos los hombres les sobreviene una minúscula bruma de tristeza en los instantes inmediatamente posteriores al orgasmo, pero la suya era mayor, era una tristeza plomiza, velada, intensa, tanto que al tercer polvo se echó a llorar amargamente. ¿Qué te ocurre Eduardo?, Me quiero morir, vivir con este dedo es lo peor, me tiene estigmatizado socialmente, viviendo alerta las 24 horas del día desde que nací, vivo agobiado, sin poder relajarme, y no solo eso, mi mayor fantasía jamás la podré cumplir, ¿Y qué fantasía es esa?, Prométeme que no te vas a reír, Te lo prometo, Vale, me gustaría meter mi dedo en una vagina, pero por motivos obvios no puedo hacerlo, a quien hiciera eso moriría ipso facto, no sería capaz de disfrutarlo ni tan siquiera un segundo, Yo estoy dispuesta a hacer eso por ti Eduardo, Qué me estás diciendo, En serio, no me importa, me da igual dejar de existir, total, algún día moriré, y no se me ocurre mejor forma de hacerlo que haciendo cumplir la fantasía del hombre al que amo, porque tú a mí no me amas tanto como yo a ti, así que te puede entristecer que yo desaparezca en cuanto metas tu dedo en mi vagina, pero tu tristeza será breve, futil, insignificante, seguirás viviendo tu vida y yo habré dejado de existir feliz, lo que se dice pasar a mejor vida. Madre mía, menudo dilema, me estás pidiendo que te mate, No, te estoy pidiendo que seas libre y seas feliz. En ese momento ella se tumbó cómodamente, abrió las piernas y dejó al descubierto su entrepierna inundada por las horas que habían pasado juntos. Venga Eduardo, procede. Eduardo la miró fijamente a los ojos, penetrando hondamente en ellos, mantuvo su mirada casí un minuto pensando, sopesando, hasta que tomó una decisión. Eduardo introdujo su dedo en la vagina de aquella chica y como era de esperar, de inmediato desapareció. Casi sin darse cuenta de pronto se vio solo en la habitación de un motel, con la ropa de una preciosa y anónima chica tirada por el suelo, una chica que jamás volvería a ver, una chica a la que alguien echaría de menos, una chica que tendría padres, amigos, familia y un entorno. Lejos de sentir placer por el sublime contacto de su dedo con lo más íntimo de ella, Eduardo notó como su ser se hundía en un oscuro mar de pesadumbre y obscenidad marmórea. No sólo tenía que aguantar la impertinencia de la existencia de su dedo sino que además ahora llevaría la carga de haberla matado a ella, la que dio su vida por él, por su estúpido deseo de sentir los pliegues internos de una vagina. Sin pensarlo demasiado, porque esas cosas se piensan poco, Eduardo se tocó con el dedo maldito la sien derecha, como simulando una ruleta rusa, pero poco tenía de simulación, Eduardo desapareció al instante haciendo ¡PLOP!. Su desaparición fue rápida, aséptica, su desaparecida presencia solamente quedó testimoniada en un instante por el hueco que sus rodillas hincadas dejaron en el colchón de látex de aquel lugar. Una vez el colchón recuperó su planicie la habitación quedó solitaria, con las ropas de ambos tiradas por el suelo, con las sábanas llenas de los fluidos de ambos y con un cigarro consumiéndose lentamente en el cenicero, hasta que llegó a la boquilla, y se apagó para siempre.

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