La borrasca finalmente pasó y el cielo se
despejó dejando al aire todas sus vergüenzas estrelladas. No hacía demasiado
frío así que allí estaban ellos, los que lloran y ríen, los que viven
deslumbrados por el destello de la suerte, sentados frente al sonido descontrolado del rompeolas y con los
pies hundidos en la profunda oscuridad de aquella noche sin luna. Cada uno abrazaba
sus propias piernas flexionadas, mirada al frente, intuyendo el onírico brillo de los pesqueros que engañan a
los peces con sus luces. Y se hablaban, tranquila y pausadamente, sin mirarse, pero
se hablaban y gesticulaban con parsimonia.
Las monedas ya no son lo que eran. Antes, en
una de sus dos superficies mayores aparecía la cara de alguien, presuntamente a
quien echar la culpa de todo, pero hoy ya no, la mayoría de monedas tienen
dibujitos por ambos lados, y ninguno de los dos quiere ser el responsable de
tomar decisiones delegadas por indecisos. Para aquellos que estaban sentados la
moneda permanecería enterrada en la arena como pecuniaria hacha de guerra,
nunca se sabría cuál de los dos dibujitos podría ser mejor, ¿el que parece una
cara o el que se parece menos aún a una cruz?. Las monedas viven su cuantificada vida condenadas
a girar en el aire y decidir por nosotros los indecisos , o uno o el otro, los
dos a la vez es imposible, aunque claro, existe una minúscula posibilidad de
que la moneda caiga de canto, la tercera y menor de las superficies que
componen una moneda, o de que no caiga y se la lleve un pájaro en el pico, o
que alguien la atraiga con un potentísimo imán desde la distancia para hacer la
gracia, pero no, esas posibilidades remotas no las tienen en cuenta. Damos vida
a nuestro destino lanzando monedas al aire, ¿qué tienen que hacer las monedas para
que dejen de ser unas oprimidas y azarosas decisoras de destinos?
Con un imperceptible asentimiento de sus
cabezas zanjaron el tema de la moneda
justo en el momento en el que pasó un coche que les deslumbró con los
faros. Mantuvieron el tipo como los que creen que no están haciendo nada malo,
aunque sí que lo están haciendo. No hacían el mal en sí mismo, de forma
intrínseca, hacían un mal oculto, pasional, endiabladamente poblado de
sensaciones que les llevaría a devorar la madrugada y a chupetear los huesos de
las luces del alba. Pero no puede ser.
Quieren gritar a la noche, maltratarla, elevar una enorme aguja hacia el
cielo y reventar el atezado globo cenital, que el estallido derramara la
noctámbula tinta sobre sus caras, resbalando por sus mejillas, por sus labios y
sentirse como libros deconstruidos, carnes que juegan a ser papel y tinta que
emborrona los indómitos deseos que les poseen. Pero el tic-tac del reloj es el patético compañero que les resta solución de continuidad una vez tras otra.
La noche estrelló sus cuerpos el uno dentro
del otro con el silencio como abrigo y con el relampagueo de los faros de xenón
como aura. Un beso y adiós, la tinta derramada les había oscurecido hasta límites
insospechados y así retornarían a sus vidas con los ojos entornados y con el corazón
hirviente y helado. Nadie sabe lo que ocurre, nadie sabe lo que ocurrió y sobre
todo nadie sabe lo que ocurrirá. Solamente hubo un testigo, un mosquito que
se fue con ella, la acompañó en la oscuridad y, que curioso, acabaría
recuperando la libertad en el lugar donde descansan los muertos.
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