La clave del grave y sonrojado arco de medio
punto ya notaba las vibraciones. Cada una de las pisadas que golpeaban suelo
laureado producían una sonora onda expansiva que hacía temblar los propios
cimientos del convento. Su sola presencia tornaba en silencio la abrasadora
estridencia de las chicharras. Ya había llegado.
Desde lejos se intuía su presencia conforme iban
desapareciendo las copas de formidables árboles que se arrodillaban capitulando
ante su atezada presencia. Los dos hermosos agujeros negros que adornaban su
cara se proyectaban en las paredes como oscuros rayos láser que carbonizaban los
mejores y más antiguos enlucidos. Tras de sí el pavimento se agrietaba y se
precipitaba al abismo fundido del subsuelo. Atila sólo fue un pobre diablo.
La única manera de salir a su encuentro era
provisto de un robusto traje tejido con una complicada amalgama de amianto, cerámica
y diamante. La protección ocular era sin duda el aspecto más importante que
había que cuidar, su extraordinaria energía y su eterna belleza eran capaces de
licuar los globos oculares en décimas de segundo.
Una vez inserto en el traje protector, mi audacia y yo bajamos las escaleras a su encuentro junto a la máquina del café
del patio porticado, donde los arcos de medio punto ya la contemplaban reblandecidos
y chorreando por los fustes. Cara a cara su radiación asustaba menos que sus
profundos ojos negros. El oleaje nocturno de su pelo y su aroma a madera, miel
y canela desactivaban todos los mecanismos de defensa del sistema inmune despojando
a los tristes seres humanos de su presumible decoro. No existe, ni ha existido,
ni existirá ser alguno de la Creación que no se estremezca frente a tan
formidable mujer.
El horrendo café de la máquina y el
intercambio de palabras poco a poco van coloreando su aura de tonos azulados y
cortantes, y es aquí donde el diamante del traje cobra su sentido pues dicho
tono estimula la condensación de cristales de hielo que insertados en la piel
la agrietarían lentamente hasta la muerte. Una muerte horrible que podría durar
días.
El azul torna en ocre cuando rítmico la observo
de espaldas, apoyada y dulce. El mar oscuro de su cabeza se derrama por todo su
cuerpo sumergiendo la pequeña estancia en un universo de burbujas y ascuas. El averno
se inserta en nuestras pituitarias recordándonos que es un mundo real donde
estamos remando de forma ficticia. No tenemos barco, pero tenemos un mar. Por
unos instantes nos dibujamos como osados navegantes que dejan atrás la tediosa
e intrincada travesía para estallar en el orgasmo de la ignota tierra firme.
El humo del cigarro poco a poco nos devuelve
a la realidad de los barcos imaginarios, los arcos fundidos y el traje
protector. Desde el cielo baja una bestia de siete cabeza que con siete timbres
de voz distintos anuncian la partida de la mujer de fuego. Como un oleaje
oscuro la veo alejarse, haciéndose inclinar de nuevo a todos los seres vivos
que se cruzan en su camino. El silencio desaparece, las chicharras vuelven a
tronar y la soledad del navegante que mira el mar desde tierra firme me ahoga. Recojo
las cenizas que ha dejado a su paso y una vez retirado el traje me las froto
por mi cuerpo desnudo casi como una plegaria. La campana me hace el vacío en la
cabeza, vuelvo a mi sitio y me zambullo de nuevo en el mundo de las cosas que
ya no están.
Espero poder volver verte pronto, mujer radiactiva.
Espero poder volver verte pronto, mujer radiactiva.
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