jueves, 15 de mayo de 2014

El convento y la radiactividad occidental



La clave del grave y sonrojado arco de medio punto ya notaba las vibraciones. Cada una de las pisadas que golpeaban suelo laureado producían una sonora onda expansiva que hacía temblar los propios cimientos del convento. Su sola presencia tornaba en silencio la abrasadora estridencia de las chicharras. Ya había llegado.

Desde lejos se intuía su presencia conforme iban desapareciendo las copas de formidables árboles que se arrodillaban capitulando ante su atezada presencia. Los dos hermosos agujeros negros que adornaban su cara se proyectaban en las paredes como oscuros rayos láser que carbonizaban los mejores y más antiguos enlucidos. Tras de sí el pavimento se agrietaba y se precipitaba al abismo fundido del subsuelo. Atila sólo fue un pobre diablo.

La única manera de salir a su encuentro era provisto de un robusto traje tejido con una complicada amalgama de amianto, cerámica y diamante. La protección ocular era sin duda el aspecto más importante que había que cuidar, su extraordinaria energía y su eterna belleza eran capaces de licuar los globos oculares en décimas de segundo. 

Una vez inserto en el traje protector, mi audacia y yo bajamos las escaleras a su encuentro junto a la máquina del café del patio porticado, donde los arcos de medio punto ya la contemplaban reblandecidos y chorreando por los fustes. Cara a cara su radiación asustaba menos que sus profundos ojos negros. El oleaje nocturno de su pelo y su aroma a madera, miel y canela desactivaban todos los mecanismos de defensa del sistema inmune despojando a los tristes seres humanos de su presumible decoro. No existe, ni ha existido, ni existirá ser alguno de la Creación que no se estremezca frente a tan formidable mujer. 

El horrendo café de la máquina y el intercambio de palabras poco a poco van coloreando su aura de tonos azulados y cortantes, y es aquí donde el diamante del traje cobra su sentido pues dicho tono estimula la condensación de cristales de hielo que insertados en la piel la agrietarían lentamente hasta la muerte. Una muerte horrible que podría durar días.

El azul torna en ocre cuando rítmico la observo de espaldas, apoyada y dulce. El mar oscuro de su cabeza se derrama por todo su cuerpo sumergiendo la pequeña estancia en un universo de burbujas y ascuas. El averno se inserta en nuestras pituitarias recordándonos que es un mundo real donde estamos remando de forma ficticia. No tenemos barco, pero tenemos un mar. Por unos instantes nos dibujamos como osados navegantes que dejan atrás la tediosa e intrincada travesía para estallar en el orgasmo de la ignota tierra firme.

El humo del cigarro poco a poco nos devuelve a la realidad de los barcos imaginarios, los arcos fundidos y el traje protector. Desde el cielo baja una bestia de siete cabeza que con siete timbres de voz distintos anuncian la partida de la mujer de fuego. Como un oleaje oscuro la veo alejarse, haciéndose inclinar de nuevo a todos los seres vivos que se cruzan en su camino. El silencio desaparece, las chicharras vuelven a tronar y la soledad del navegante que mira el mar desde tierra firme me ahoga. Recojo las cenizas que ha dejado a su paso y una vez retirado el traje me las froto por mi cuerpo desnudo casi como una plegaria. La campana me hace el vacío en la cabeza, vuelvo a mi sitio y me zambullo de nuevo en el mundo de las cosas que ya no están. 

Espero poder volver verte pronto, mujer radiactiva.

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