Muchos años de estudio y sufrimiento le
llevaron a las puertas del anatómico forense, su sueño dorado. En el camino se quedó
su fuerza física, su pelo y su salud, pues había contraído una extraña
enfermedad que a pesar de la juventud de su vejez le hacía caminar despacio y
encorvado. Su anticuada forma de vestir con zapatos raídos, pantalones
grisáceos anchos y camisas translúcidas a base plancha no ayudaban al
conjunto. Coronaba su cuerpo una diminuta cabeza engalanada con unas enormes
gafas, una tez pálida y enfermiza y un cuero cabelludo bien visible por el
poquísimo pelo que armoniosamente aterciopelaba su cráneo. La pesada carga de
su solitaria vida se aliviaba únicamente con dos cosas: el violonchelo y la
idea de poder descifrar las claves de la muerte.
Jose Luis llevaba años teorizando sobre la muerte
y sus señales. Él siempre había pensado que todos tenemos un origen: el
nacimiento, y un fin: la muerte, luego vivimos acotados por necesidad. Los
campos gravitatorios y electromagnéticos nos sitúan en una ventana
espacio-temporal de un universo que
también tiene un punto de origen: el Big Bang, pero del que desconocemos su fin.
Pensaba que relacionando y relativizando los espacios temporales entre el
universo y nosotros, entre la vida global y nuestra vida particular, sería
capaz de obtener las fechas exactas de caducidad de las cosas en general y de
nosotros en particular. Jose Luís buscaba conocer con precisión milimétrica la
fecha y hora de la muerte humana.
Las claves parecía habérselas dado un
antiquísimo libro de quiromancia que encontró en un mercadillo de segunda mano
justo el día que cumplió quince años. Desde entonces vivía obsesionado con la
idea de que cuando nacemos, en las líneas de nuestras manos el cosmos sella
nuestra entrada en él, nuestro punto de partida, nuestro big-bang personal. Descifrar e interpretar la línea de la vida
era su Santo Grial. No era algo tan simple como que las personas que tienen esa
línea más larga viven más y los que la tienen más corta viven menos, había
conocido de primera mano gente longeva con líneas de la vida muy cortas al
igual que gente que murió joven con líneas de la vida larguísimas.
Y toda esta obsesión fue la que le puso en la
senda de la carrera de Medicina. Su objetivo era llegar a ser médico forense,
ni más ni menos que para poder contemplar, estudiar y analizar cientos, miles
de líneas de las manos de cadáveres como muestras ciertas de sus tesis y sus
hipótesis. Y llegó a una conclusión
muchísimo antes de lo que él había pensado, cuando estaba a pocos meses de
cumplir los cuarenta años. Fue su tercera hipótesis, algo tan sencillo como
relacionar el perímetro de la línea de la vida, su curvatura esférica y la
distancia que une la muñeca con la punta del dedo corazón. Juan Domingo, un panadero que había muerto al
caer en la máquina amasadora, fue la
primera persona de la que adivinó su tiempo de vida exacto: 53 años, 5 meses y 3
días.
Excitado, se pasó la siguiente semana sin
comer ni dormir, doblando turnos, haciendo autopsias sin parar como tapadera
para confirmar su teoría y seguir adivinando tiempos vitales. Alberto Cottolengo, un italiano que había
sido atropellado por un conductor ebrio, tras consultar su registro de
nacimiento en Viterbo, vio cómo cuadraba a la perfección su cálculo de 32 años,
11 meses y 29 días con el atestado de la policía.
Cuando llevaba cuatro días sin dormir no pudo
más con la ansiedad y por fin lo hizo. Cogio un pie de rey, midió su línea de
la vida, su distancia desde la muñeca hasta el dedo corazón y con un compás
extrajo la curvatura de la línea. 39 años, 10 meses y 15 días. Con un sudor
frío y el corazón a mil por hora miró el calendario. Su rapidez mental
rápidamente obtuvo la fecha: es hoy. El
colapso llegó súbito, la taquicardia fue un exquisito ingrediente a su falta de
sueño, alimento y su enfermedad degenerativa.
Jose Luís fue encontrado por sus compañeros a
la mañana siguiente, tumbado en el suelo víctima de un infarto de miocardio. En
su mano aún sujetaba el pie de rey. Se llevó su secreto a la tumba junto con
sus quince minutos de gloria de los que jamás disfrutó.
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