Cuenta la leyenda que una mujer
ocupó el sillón de San Pedro ocultando su verdadero sexo, la papisa Juana. Su
pontificado se suele situar entre el 855 y el 857, correspondiendo según la
lista oficial de papas al pontificado de Benedicto III, afirmando algunos que
éste en realidad era una mujer disfrazada. Otros lo sitúan entre 872 y 882,
siendo Juan VIII la presunta impostora bajo apariencia masculina.
A partir del s.XVI diversos estudiosos demostraron
que esta leyenda no parece corresponderse con la realidad, sino que
probablemente se tratara de un mito surgido a raíz de algunos opositores a Juan
VIII que le consideraban demasiado débil frente a la Iglesia de Constantinopla,
o incluso en referencia a Marozia, autoritaria madre del papa Juan XI quien
dominaba la iglesia como si ella misma fuera el Papa.
Sin embargo entre los siglos X y XVI esta
leyenda se creyó como cierta, existiendo un gran temor entre las filas
vaticanas a que entre los candidatos a Papa se encontrara alguna mujer
disfrazada. Surgió entonces la necesidad de comprobar los atributos sexuales de
los papables para certificar que el futuro pontífice realmente fuera un hombre.
Pero, ¿cómo y qué justificación teológica se habría de aplicar para procedimentar
esa liturgia?
La justificación teológica la encontraron en
el libro del Levítico 21:20, donde se prohíbe expresamente que un eunuco (un
hombre con los testículos aplastados) accediera al cargo de sumo pontífice. De
ahí que se ideara una silla especial con un agujero por el que colgaban los
genitales del Papa. Era misión del camarlengo palpar si aquello que colgaba era
lo que tenía que ser. Si todo era correcto, el camarlengo pronunciaba la frase “Duos
habet et bene pendentes” (Tiene dos y cuelgan bien) a lo que todos respondían “Deo Gratias”.
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