Cuando
levanté la vista tenía frente a mí un muro eterno saturado de ventanas de
acero. Por más que elevaba la vista no alcanzaba a ver el final. El edificio
era infinitamente alto, jamás nadie sería capaz de subir a lo alto, donde
supuestamente ondeaba una bandera negra con dos fémures cruzados y una
calavera. Yo aguardaba a pie de calle los acontecimientos, encerrado por los
muros y atenazado por el frío, sin saber muy bien qué hacer.
Las ventanas
se sucedían provocando un terror tripofóbico. Era de noche y la luz de la luna predecía
las nubes que esquivaban el perpetuo edificio. Los pies los tenía adheridos al
suelo, el asfalto se había derretido y me había quedado irremediablemente
pegado allí para siempre.
Empezó
a llover. Los relámpagos iluminaban las ventanas tripofóbicas donde se
vislumbraban siluetas de los que anteriormente habían muerto en el mismo lugar
donde yo estaba. Nunca jamás podría salir de allí, sólo me quedaba esperar y
morir.
Los
gatos y las ratas en insólita alianza vagabundeaban por el asfalto de aquella
calle ciega. No tenían prisa en comenzar a devorar mi carne, sabían que iba a
estar allí para siempre, que aquella iba a ser mi tumba. No me sorprendió
cuando noté el primer mordisco en el gemelo de mi pierna izquierda, mas un
aliento de tristeza me envolvió cuando ví la cara tan estúpida que tenía la
rata que estaba bebiendo mi sangre. Qué tiempos aquellos en los que la peste
negra campaba a sus anchas por Europa, pensé.
El
tiempo pasó desesperantemente lento hasta que empecé a notar las ratas sobre
mis hombros, en breve se pondrían manos a la obra con mi cabeza, el resto del
cuerpo ya no era un cuerpo, lo único que permanecía de él era la posición
erguida. El último relámpago que vieron mis ojos iluminaron las ventanas en
zig-zag, en todas ellas la imagen de los muertos asistían impasibles al
espectáculo esperando para pedirme cuentas.
De pronto,
el silencio. El asfalto que golpeó mi cabeza, el cosquilleo de las patas recorriéndome
todo el cuerpo dieron paso a un estado de intranquilidad perpetua. La mente
relampagueaba con las cortinas ondeando al son de los malos augurios. El abismo
de la eternidad tripofóbica me observaba, yo era otro montón de mierda que
había que fagocitar. Y así ocurrió.
Desde aquel
día observo desde una ventana cómo las ratas devoran a otros hijos de puta que
corrieron la misma suerte que yo. Aquí estoy y aquí estaré, esta ventana es lo
único que me queda.
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