miércoles, 12 de marzo de 2014

Iraila y La Voz del s.XVII



Vivimos sumergidos en la tragedia, es una realidad que nos afecta a todos los que conformamos esta forma de pensamiento, esta nuestra cultura que llamamos “Occidental”. Ayer celebrábamos el décimo aniversario del horror de los atentados del 11M y hoy es difícil no toparse con la noticia de esa niña de 12 años que participaba en un programa de televisión que ha fallecido de cáncer. También hoy una amiga me ha comunicado que se ha suicidado una muchacha de 16 años, a saber por qué rara jerigonza hormonal propia de la adolescencia. Raro es el día que no encuentro fotos desagradables en Facebook como vehículo de pseudodenuncias: perros ahorcados, niños con deformidades, personas que solicitan dinero para operaciones carísimas anexando, como no, espeluznantes fotos demostrativa y un larguísimo e interminable etcétera de catástrofes, desastres, accidentes y quiebros del destino en los que parece que encontramos acomodo como cerdos en un barrizal, pues corren como la pólvora entre nosotros. Me he tenido que enterar que existía un programa llamado “La Voz Kids” porque una participante, una pobre niña, ha muerto.

También ayer se cumplieron tres años del terremoto y tsunami de Japón que ocasionó el famoso accidente nuclear de Fukushima. Más de 19.000 desaparecidos, miles de heridos, estragos desoladores y unas consecuencias radiactivas que aún es pronto para valorar. Lo que se dice un auténtico desastre. Y lo más sorprendente es que nadie en ningún lugar del mundo vio ni una sola imagen desmesurada, ningún cadáver, ninguna atrocidad. Japón volvió a sorprendernos a todos con imágenes de calma, de mesura, de gente haciendo cola para recibir su ración de comida y de hombres que frente a las ruinas de su casa se preguntaban cómo arreglar aquello. Una visión positiva y cortés, una mirada hacia adelante, una consideración hacia los que sufren y los que han muerto. Una nueva lección de la contención oriental. Japón es un país que a lo largo de la Historia ha demostrado repetidas veces que por muchas veces que se caiga, se levanta y sigue caminando con la cabeza bien alta sin mirar atrás. Es cuestión de mentalidades.

¿Por qué nosotros somos así? ¿De dónde nos viene este disfrute con lo trágico? ¿Qué necesidad hay de sufrir gratuitamente? ¿Por qué hoy tengo que convivir con terror por si enferma algún ser querido de algo que no tiene cura? Estoy convencido de que el corazón de los españoles se nos quedó anclado en el s. XVII. Somos hijos de la piedad barroca, de esa mentalidad pomposa y exagerada en la que se sumió nuestro país en aquel siglo. La piedad barroca anida en nuestras señas de identidad como resultado de la confluencia de tres ingredientes básicos: La quiebra del pensamiento renacentista, la Contrarreforma y la debacle del Imperio Español.

El Renacimiento floreció en Europa en los siglos XV y XVI fruto de la difusión de las ideas del Humanismo, donde el hombre volvía a ser el centro del universo frente a la visión teocentrista y la mentalidad rígida y dogmática de la Edad Media.  La vuelta a los valores clásicos proponía imponer la armonía y la perfección en el mundo; es decir, la felicidad del hombre. Sin embargo esa pretendida felicidad que auguraba el Humanismo nunca llegó. Las continuas guerras, las desigualdades sociales, el dolor, la peste y las calamidades siguieron campando a sus anchas por toda Europa. El infructuoso Renacimiento del hombre instaló un pesimismo intelectual cada vez más acentuado que nuestro desenfadado y soleado carácter condensó en las truhanerías en que se basan las novelas picarescas.

La recién nacida España del s.XVI como unión de los reinos de Castilla, Aragón y Granada se convirtió casi sin darse cuenta en el primer imperio en poseer dominios más allá de su continente, un imperio “donde nunca se ponía el sol”. Un gigante con pies de barro que los Austrias fueron incapaces de gestionar. El siglo XVII fue para España un período de grave crisis política, militar, económica y social que terminó por convertir ese inmenso Imperio Español en una potencia de segundo rango dentro de Europa.

Por otro lado, la Contrarreforma fue el paso adelante que la Iglesia dio frente a la austeridad pregonada por la reforma luterana. La pasión, la exaltación y la exageración del arte barroco fueron las puntas de lanza de esta nueva iglesia abanderada por los ideales jesuíticos.  Un pomposo y triunfante barco al que se subió la declinante monarquía española de tintes populistas como intento de dejar en un meditado segundo plano su estrepitoso fracaso gubernamental.

Por primera vez en la Historia la opinión pública despertó el interés de las autoridades religiosas (y civiles, de nuevo a su lado) dando pie a una suerte de propaganda religiosa. Propaganda que a su misma vez comprometía a la cultura, especialmente al arte, en defensa de sus intereses y en su propósito de influir en el hombre de la época.  Ejemplo de esta nueva actitud son las actas del Concilio de Trento, en las que exigen a los artistas que “exciten al pueblo para que adore y exalte aún más su amor a Dios”. El arte barroco y su secuela en el pensamiento resultan didácticos, seductores, exacerbados y terribles.  Una desmesura del sentido del honor y una fe intensamente vivida con una visión realista, patética y crítica del mundo. La Semana Santa, las cofradías y las imágenes piadosas nacen entonces. La mirada del pueblo es dirigida a la Pasión y Muerte de Jesucristo con toda la carga dramática y teatral posible, relegando casi a un segundo plano lo que debiera ser el primero, la alegría de la Resurrección. Las llagas, la sangre que cae a borbotones por el costado, los penitentes, los flagelos, las cadenas, la tragedia, la angustia, la oscuridad, la cera que gotea incesante, el tenebrismo, el pesimismo, las vestimentas pardas y la austeridad calan en el pueblo frente a la exageración decorativa propia de la nueva imagen barroca de Dios. Esa es la piedad barroca, esa es la fibra sensible que traviesa los siglos hasta hoy. Nos regocijamos con el drama, con la tragedia, con la exaltación del dolor, de la pena y la tristeza. Nos sigue conmoviendo y nos une el morbo de la angustia ajena. 

Lloramos por la muerte de esa pobre niña, enésima víctima de esa maldita enfermedad. Son muchos, muchísimos los corazones que hoy estamos rotos de dolor, la noticia ha corrido como la pólvora, la pólvora de la piedad barroca.

1 comentario:

  1. Me gusta como escribes, bueno más bien es un ME GUSTA.

    En cuanto a si fue en el s. XVII cuando empezó el afán trágico de nuestra sociedad occidental no creo estar de acuerdo, pero lo dicho, es lo de menos, sería un buen tema, pero para una tertulia de café, lo que me gusta es como lo expresas, lo cuentas...

    Gracias por compartir.

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