Vivimos sumergidos
en la tragedia, es una realidad que nos afecta a todos los que conformamos esta
forma de pensamiento, esta nuestra cultura que llamamos “Occidental”. Ayer
celebrábamos el décimo aniversario del horror de los atentados del 11M y hoy es
difícil no toparse con la noticia de esa niña de 12 años que participaba en un
programa de televisión que ha fallecido de cáncer. También hoy una amiga me ha
comunicado que se ha suicidado una muchacha de 16 años, a saber por qué rara
jerigonza hormonal propia de la adolescencia. Raro es el día que no encuentro
fotos desagradables en Facebook como vehículo de pseudodenuncias: perros
ahorcados, niños con deformidades, personas que solicitan dinero para
operaciones carísimas anexando, como no, espeluznantes fotos demostrativa y un
larguísimo e interminable etcétera de catástrofes, desastres, accidentes y
quiebros del destino en los que parece que encontramos acomodo como cerdos en
un barrizal, pues corren como la pólvora entre nosotros. Me he tenido que
enterar que existía un programa llamado “La Voz Kids” porque una participante, una pobre
niña, ha muerto.
También ayer se
cumplieron tres años del terremoto y tsunami de Japón que ocasionó el famoso
accidente nuclear de Fukushima. Más de 19.000 desaparecidos, miles de heridos,
estragos desoladores y unas consecuencias radiactivas que aún es pronto para
valorar. Lo que se dice un auténtico desastre. Y lo más sorprendente es que
nadie en ningún lugar del mundo vio ni una sola imagen desmesurada, ningún
cadáver, ninguna atrocidad. Japón volvió a sorprendernos a todos con imágenes
de calma, de mesura, de gente haciendo cola para recibir su ración de comida y
de hombres que frente a las ruinas de su casa se preguntaban cómo arreglar
aquello. Una visión positiva y cortés, una mirada hacia adelante, una
consideración hacia los que sufren y los que han muerto. Una nueva lección de
la contención oriental. Japón es un país que a lo largo de la Historia ha demostrado
repetidas veces que por muchas veces que se caiga, se levanta y sigue caminando
con la cabeza bien alta sin mirar atrás. Es cuestión de mentalidades.
¿Por qué nosotros somos
así? ¿De dónde nos viene este disfrute con lo trágico? ¿Qué necesidad hay de
sufrir gratuitamente? ¿Por qué hoy tengo que convivir con terror por si enferma algún ser querido de algo que no tiene cura? Estoy convencido de que el
corazón de los españoles se nos quedó anclado en el s. XVII. Somos hijos de la
piedad barroca, de esa mentalidad pomposa y exagerada en la que se sumió
nuestro país en aquel siglo. La piedad barroca anida en nuestras señas de
identidad como resultado de la confluencia de tres ingredientes básicos: La
quiebra del pensamiento renacentista, la Contrarreforma y la
debacle del Imperio Español.
El Renacimiento
floreció en Europa en los siglos XV y XVI fruto de la difusión de las ideas del
Humanismo, donde el hombre volvía a ser el centro del universo frente a la
visión teocentrista y la mentalidad rígida y dogmática de la Edad Media. La vuelta a los valores clásicos proponía imponer
la armonía y la perfección en el mundo; es decir, la felicidad del hombre. Sin
embargo esa pretendida felicidad que auguraba el Humanismo
nunca llegó. Las continuas guerras,
las desigualdades sociales, el dolor, la peste y las calamidades siguieron
campando a sus anchas por toda Europa. El infructuoso Renacimiento del hombre instaló
un pesimismo intelectual cada vez más acentuado que nuestro desenfadado y soleado
carácter condensó en las truhanerías en que se basan las novelas picarescas.
La recién nacida España
del s.XVI como unión de los reinos de Castilla, Aragón y Granada se convirtió
casi sin darse cuenta en el primer imperio en poseer
dominios más allá de su continente, un imperio “donde nunca se ponía el sol”. Un
gigante con pies de barro que los Austrias fueron incapaces de gestionar. El siglo XVII fue para España un período de grave crisis política,
militar, económica y social que terminó por convertir ese inmenso Imperio
Español en una potencia de segundo rango dentro de Europa.
Por otro lado, la Contrarreforma fue
el paso adelante que la
Iglesia dio frente a la austeridad pregonada por la reforma
luterana. La pasión, la exaltación y la exageración del arte barroco fueron las
puntas de lanza de esta nueva iglesia abanderada por los ideales jesuíticos. Un pomposo y triunfante barco al que se subió
la declinante monarquía española de tintes populistas como intento de dejar en
un meditado segundo plano su estrepitoso fracaso gubernamental.
Por primera vez en la Historia la opinión
pública despertó el interés de las autoridades religiosas (y civiles, de nuevo
a su lado) dando pie a una suerte de propaganda religiosa. Propaganda que a su
misma vez comprometía a la cultura, especialmente al arte, en defensa de sus
intereses y en su propósito de influir en el hombre de la época. Ejemplo de esta nueva actitud son las actas
del Concilio de Trento, en las que exigen a los artistas que “exciten al pueblo
para que adore y exalte aún más su amor a Dios”. El arte barroco y su secuela
en el pensamiento resultan didácticos, seductores, exacerbados y terribles. Una desmesura del sentido del honor y una fe
intensamente vivida con una visión realista, patética y crítica del mundo. La Semana Santa, las
cofradías y las imágenes piadosas nacen entonces. La mirada del pueblo es
dirigida a la Pasión
y Muerte de Jesucristo con toda la carga dramática y teatral posible, relegando
casi a un segundo plano lo que debiera ser el primero, la alegría de la Resurrección. Las
llagas, la sangre que cae a borbotones por el costado, los penitentes, los
flagelos, las cadenas, la tragedia, la angustia, la oscuridad, la cera que
gotea incesante, el tenebrismo, el pesimismo, las vestimentas pardas y la
austeridad calan en el pueblo frente a la exageración decorativa propia de la
nueva imagen barroca de Dios. Esa es la piedad barroca, esa es la fibra
sensible que traviesa los siglos hasta hoy. Nos regocijamos con el drama, con
la tragedia, con la exaltación del dolor, de la pena y la tristeza. Nos sigue conmoviendo
y nos une el morbo de la angustia ajena.
Lloramos por la muerte de esa pobre niña, enésima
víctima de esa maldita enfermedad. Son muchos, muchísimos los corazones que hoy
estamos rotos de dolor, la noticia ha corrido como la pólvora, la pólvora de la
piedad barroca.
Me gusta como escribes, bueno más bien es un ME GUSTA.
ResponderEliminarEn cuanto a si fue en el s. XVII cuando empezó el afán trágico de nuestra sociedad occidental no creo estar de acuerdo, pero lo dicho, es lo de menos, sería un buen tema, pero para una tertulia de café, lo que me gusta es como lo expresas, lo cuentas...
Gracias por compartir.