Ella flotaba majestuosa en un punto concreto del espacio.
Trazando una línea recta llegábamos al punto donde él también flotaba,
cruzándose las miradas en un lapso intemporal.
Ambos sufrían de una manera alarmante con el fantasma que se
dedicaba a oscilar entre el uno y la otra. Arrastraba sus cadenas con un
horrible estruendo a la misma vez que emitía un fastidioso ruido, como el de
uñas que rasgan una pizarra. Ambos se tapaban los oídos con fuerza sin poder
evitar que ese desagradable sonido les taladrara el cerebro como si fuera un
punzón férreo al rojo vivo.
De los fantasmas es proverbial su translucidez, mas la de
éste era suprema pues se podía ver a través de una forma clarísima, como si de
un cristal se tratara. Abrían los ojos y sólo se veían ellos mismos, cada uno
en un extremo, solos en el espacio, atormentados con el dolor y los sonidos
espectrales.
La extrema racionalidad de ambos les apartaba de la
realidad: esos extraños y desagradables fenómenos que les atormentaban no
provenían de ellos mismos sino de una entidad cuya explicación sería y es más
que dudable. Luego el sufrimiento necesariamente había de provenir del otro,
del que tenían enfrente. Los fantasmas no existen, el causar daño gratuitamente
sí.
La lógica parecía conducir a pensar que esa persona flotante
de enfrente y a quien amaban profundamente era el causante del dolor. Siendo
absolutamente incomprensible, la necesidad de defensa se aupó sobre la razón y
comenzó el ataque mutuo, la descorazonadora batalla entre personas que se aman.
El resultado de tan formidable lucha suele ser nefasto entre
personas volubles, mas en esta ocasión el deseo tornó la razón en un
inexplicable empuje físico, una irracional carrera hacia el punto central,
donde uniéndose en un abrazo perpetraron casi sin quererlo la rotura del
cristal fantasmal.
La moraleja de esta fabulosa historia es que la razón debe
someterse al cariño, pues los fantasmas sin vida sólo pretenden cruzar las
inodoras avenidas del espacio coloreando su muerte con la desdicha de los
vivos.
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