Las gotas que resbalaban por el cristal le
hacían recordar cómo la lluvia empapaba el joven y azulado ondear de su mirada
en su tránsito por las calles de Berlín. En aquel tiempo lucía esa media
sonrisa que plantaba sus pies con confianza sobre el resbaladizo adoquinado de
su lapso vital. No llevaba flores en su pelo y no las necesitaba, eso eran
cuentos chinos.
Recordaba aquellas mañanas en las que no la
dejaban entrar en el juzgado por presentarse descalza y sin sujetador, dejando
entrever sus enormes y turgentes pechos a través de esa rancia camisa que en
ocasiones le prestaba su madre. Los días
que aun así le permitían ejercer su trabajo de procuradora siempre lo hacía con
esa característica y ámplia sonrisa. No se reía de nadie, respetaba por docquier, se sentía feliz
y triunfante de poder hacer exactamente lo que ella quería.
Pensaba en él, esa gran barba negra, esas enormes gafas y ese sereno caminar con los pies sobre el cielo. Tenía la curiosa
costumbre de caminar bocabajo, lo que le confería su característica tez
rojiza. Sus pies se encontraban suspendidos a unos 3 metros y medio del suelo,
de tal modo sus besos se alineaban a la perfección uniendo narices con barbillas.
El suyo era un insólito arquetipo de amor verdadero.
La lluvia arreciaba al otro lado del cristal
mientras recordaba cómo les fusionó ese peculiar estilo de vida meditadamente
austero y descuidado que dejaba a un lado apartados cruciales donde jamás se
debiera escatimar: el alimento del cuerpo y del alma. Ambos eran avezados
cocineros y las materias primas usadas eran dignas de las más exquisitas cortes
reales. Por otro lado su casa fue ideada como morada
de libros, por lo que evitaron colocar puertas y escaleras para que ellos
pudieran campar a sus anchas y revolcar sus páginas en una orgía de letras
derramadas por el suelo. La lectura de poesía alemana, entre otros manjares, era el alimento del alma.
Y las guitarras. Ay Dios, las guitarras, eran
la pasión de él. En 1970 ella le regaló un vetusto libro japonés medio
desbaratado que olía a sopa, donde se describían antiguas técnicas de
construcción de guitarras clásicas. Que curioso, un libro japonés de guitarras,
pensó. Él tardó un año en desentrañarlo y como una exhalación se sumergió en la investigación y ensayo de las
maderas, geometrías, sonidos, armónicos, colas y técnicas de antiguos maestros
lutieres. Sólo descansaba para leer al padre del romanticismo alemán. Reconocía
haberse masturbado muchas veces leyendo a Goethe. Su primera guitarra sonó
sorprendentemente bien, se la regaló a
una pequeña gaviota que había extraviado su vuelo hacia el interior de las
extremaduras. La segunda guitarra fue su primera
obra maestra. Un maestro vienés pasó por la puerta de su casa y se contorsionó con el
flujo del sonido de la guitarra que provenía del interior de esa extraña casa de cebada. Se sintió
alarmado de que un libro le mirara excitado por la ventana y que temeroso corriera
las cortinas. Al abrir la puerta, el maestro vienés le exhortó a que aquel sonido fuera suyo, quería poseerlo. Al sonido. Muchos litros de cerveza después la guitarra viajó a Viena donde a
día de hoy sigue expuesta junto a cuernos de la abundancia y maceteros
románicos de cristal rosa. Sólo se usa en ocasiones singulares cuando cielo y tierra se abaten.
¡Por fin! ¡Ya está aquí!. Él ha pasado una
nueva y triste noche sin ella, pero el sol vuelve a salir en la cara del hombre
colgado bocabajo cuando ve a su ángel de germánicos ojos azules. Ninguno de los
amagos que ella hace se traducen en el más mínimo movimiento en su silla de
ruedas. Tampoco puede hablar y no entiende casi nada de lo que sus sentidos le
cuentan. Es un raído colchón de amor lleno de recuerdos y cebada. Inmóvil, ella
sonríe ampliamente, como si estuviera entrando por la puerta de aquellos
juzgados de Berlín. Es un extraño día porque le acompañan otros seres esféricos
y angelitos que recuerdan a aquella gaviota de vuelo extraviado que hoy debe estar tocando la guitarra a la orilla de cualquier mar olvidado.
Él desciende de los cielos para alinear su
boca con la de ella y a continuación coge su mano. Se contorsiona para salvar
la mayúscula dificultad de encenderle un cigarro, el único tesoro que ella sigue reclamando. Encender un cigarro bocabajo sin quemarse
el pelo mientras esconde las lágrimas que todos los días vierte por ella es una formidable tarea. Es ella pero
no es ella. La parte que permanece de aquella mujer sin sujetador está encerrada en
el cofre de su cabeza, y nadie sabe donde se fue la llave. El azul germánico brilla pero nadie lo ve salvo ella
misma. Goethe, los libros, las guitarras, todos lloran ante la tenue miseria de
su ausencia. Sigue, pero estás parada. Los
adoquines de Berlín flotan entre aglomeraciones de personas que no saben
caminar bocabajo, siguen mojados, empapados en lágrimas y cerveza, en polvo y
cieno. Acaba su cigarro y el cofre vuelve a su sitio. Hasta mañana, si Goethe quiere.
Descansa en paz por la vida que
te queda por vivir.
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