El primer día en el que realmente fue consciente del nombre que le habían puesto sus padres maldijo cielos y tierra. Y es que hay que ser muy cabrón para ponerle de nombre a tu hija Josefa María de las Llagas de Jesús Crucificado. No teniendo bastante con eso, Josefa María de las Llagas de Jesús Crucificado, a la que a partir de ahora nos referiremos por comodidad como Josefa, tenía problemas con la reflexión de la luz. Josefa estaba borrosa, si la mirabas fijamente la veías como a través de los agujeritos de una media puesta en la cabeza, como se veía Sara Montiel en la tele, glamourosamente difuminada pero sin trucos. Por si fuera poco tenía el pelo muerto, la piel blanca como la cal y sólo era feliz poniéndose la ropa de su abuela, una diminuta señora llamada Inegunda que medía 1,40m.
Josefa María de las Llagas de Jesús
Crucificado tenía una relación muy especial con la sangre de la gente, soñaba
con bañarse en ríos de sangre humana para poder sentirse algo viva. Pasaba los
días observando el casi imperceptible palpitar de la aorta en los cuellos de
los vecinos del pueblo. Ni que decir tiene que nunca había probado esa
sensación, era una sanguinaria cobarde, depresiva y difusa, no había matado a
nadie. Aún. Cuando era pequeña se divertía crucificando gallinas en las puertas
del corral y clavándole cuchillos evocando al tal Longinos. Se lo pasaba superbién.
La putada fue cuando la pillaron, no sólo porque se le acabó el rollo, sino
porque su padre tuvo que pagar al dueño todas y cada una de las gallinas
torturadas, y dicho cargo se lo pasó a su hija traducidas las pesetas en
hostias.
Ya de adolescente Josefa pensó que ya que era
una cobarde para matar a personas y bañarse en su sangre, quizás sí que era
valiente para dar vida a otras. De semejante razonamiento irracional nació de
inmediato su obsesión por quedarse embarazada, de quien fuera, daba igual. Trazó
un plan cuya belleza radicaba en su sencillez: ir a un pub, acercarse a algún
chico guapo de la barra, invitarle a una copa y decirle que la dejara preñada
allí mismo. No podía fallar.
Un 23 de julio, con una calor que te cagas, Josefa
María de las Llagas de Jesús Crucificado se dirigió al pub Sueños 3 que había
en el pueblo para poner en marcha su plan (el Sueños 1 y 2 los cerró Sanidad debido
a una plaga de chinches y cucarachas azules). Estaba espectacular con su pelo
pegado a la cara, una camisa raída de su abuela con las mangas que le llegaban
al codo y una falda negra de raso. Por supuesto iba sin bragas, no se podía parar
a perder el tiempo en nimiedades. El enjambre de clientes que pululaba por el
Sueños 3 era tal que Josefa pasaba completamente desapercibida a pesar de su
efigie borrosa y difuminada. Allí había gente con la cara tatuada de piel de
leopardo, gente que se había trasplantado el cerebro a la palma de la mano para
poder dar hostias razonables, osos pardos con sus oseznos tomando zarzaparrilla
y personas ingrávidas que flotaban por la estancia descojonadas de risa
pasándoselo superbién como globos llenos de helio.
Josefa rápidamente advirtió que un chico
guapísimo estaba en la barra, solo y sin beber nada, mirando a la nada. ¿Te
puedo invitar a una copa? le dijo, y él aceptó rápidamente pues no tenía dinero,
un vodka con zumo de naranja por favor. Marchando. Se bebió media copa de un
trago, y en cuanto intentó sin éxito enfocar la cara de Josefa se bebió la otra
media del tirón. Sin tiempo para que el vodka hiciera efecto en su organismo, Josefa
María de las Llagas de Jesús Crucificado se lanzó en tromba y le arrojó sus
intenciones a la cara: “Oye, que necesito que me folles y me dejes preñada aquí
y ahora mismo”. Los ojos de él se mantuvieron dentro de las cuencas de milagro,
pues del susto que se llevó casi se le salen, pero eso sí, la presumible
contención muscular que los cuerpos comedidos ejercen ante la sorpresa no
pudieron evitar que el vaso del consumido vodka con naranja se redujera a
añicos ante la presión de su mano crispada, clavándose cientos de esquirlas de
cristal en la palma. La sangre empezó a chorrearle por los brazos, por la barra
del bar, goteando en el suelo. Pronto se formó un inmenso charco de sangre, y es
que aquel hombre padecía una rara dolencia que consistía en la generación
ilimitada de sangre por defecto de plaquetas y exceso de inmortalidad. Por
favor, dijo él, búscame unos puntos de sutura porque como no cierre las heridas
de la mano vamos a morir todos ahogados en mi sangre. Los que flotaban
ingrávidos se carcajeaban de los que se subían a las mesas y a las sillas para
evitar mancharse de esa inundación sanguinolenta que estaba empezando a
preocupar a la clientela del Sueños 3.
Josefa reaccionó con prontitud a aquella
escabechina, desgarró la vieja camisa que llevaba puesta de su abuela y le hizo
un eficacísimo torniquete que en cuestión de segundos detuvo la hemorragia que
ya estaba alcanzando niveles de manguera de bomberos a toda presión. El
desgarro de la camisa dejó a la vista sus enormes tetas blancas cual monja de
clausura, que salpicadas de sangre provocaron una inesperada erección en aquel
chico guapísimo. ¿Cuál es tu nombre, guapo? Todos me llaman Jesús, aunque mi
nombre real es Dulce Nombre de Jesús Transfigurado en su Gloria. Conforme Jesús
iba desgranando uno a uno los títulos que conformaban su verdadero nombre, Josefa notaba
como el amor iba licuándose por el interior de sus muslos hacia abajo. Sin duda
era el hombre de su vida. Pues yo me llamo Josefa María de las Llagas de Jesús
Crucificado y ya no quiero que me dejes preñada, quiero que me llenes la bañera
de casa de sangre para bañarme en ella a ver si así dejo de estar borrosa. Qué
digo bañera, me vas a llenar la piscina de mi vecina de sangre para nadar y
hacerme unos largos. La única pega, el único problema que veo así a priori es
que tendremos que matarlos a todos, porque no creo que les parezca bien que yo,
su vecina la rara, venga así de buenas a primeras a llenar su piscina de sangre
humana y nadar plácidamente como si tal cosa. No te preocupes Josefa María de
las Llagas de Jesús Crucificado, los mataremos a todos juntos tú y yo, y
viviremos nuestra vida de una forma sangrienta y difuminada, el sentido de mi
vida es el de la expulsión de hematíes, no concibo la vida sin dejar hematíes
míos por todos lados. Y sin tetas, unas bien blancas y bien gordas tampoco. Ays que bien Jesús, no sabes cuanto te quiero. Y yo a ti,
Josefa, y yo a ti.
Y fueron perdices y comieron felices.