jueves, 24 de septiembre de 2015

El Gran Raimundo



Era un verano abrasador como pocos, los alacranes se tumbaban patas arriba desesperados en los cerros de arcilla implorando misericordia divina esperando que la canícula cesara, aunque fuera un poquito. Mi hermano tenía que llevarme a casa de mis abuelos desde la librería que mi madre tenía en la calle San Miguel y había dos opciones, el camino largo dando un rodeo por las calles de abrasador asfalto o acortando a través de los cerros recocidos por una calor inmisericorde. Yo era aún muy pequeño, no recuerdo si tenía 5 o 6 años y mi hermano, 5 años mayor, decidió tirar por el camino corto. En mitad de la asfixia de aquel paisaje sofocante surgió de entre las ondas de aire hirviendo la figura de un gitano borracho. Se detuvo justo frente a nosotros y dirigiéndose a mí me preguntó “Hola chaval, ¿cómo te llamas?”, pregunta a la que no sabía si responder siguiendo los sabios consejos de mis padres de no hablar con desconocidos.  Adelantándose a mis dudas mi hermano le preguntó al gitano que qué es lo que quería, a lo que él, tambaleándose por la melopea, sacó una navaja, se la puso en la cara y le dijo “le he preguntado al pequeño por su nombre, ¿me lo vas a decir?”. En cuanto vi la navaja oxidada el terror se apoderó de mí y apreté su mano con fuerza. Mi hermano, larguirucho y desgarbado, nada impresionante, soltó mi mano, me la puso en el pecho y me echó hacia atrás interponiéndose entre el gitano y yo. “Él se llama Alejandro, y yo Jesús, ¿nos dejas seguir nuestro camino?”. Creo que el gitano no se esperaba esa respuesta, porque inmediatamente reformuló la misma pregunta en un tono similar, pero esta vez dirigida directamente a mi hermano “¿Cómo te llamas chaval?, ¿Y el pequeño?”. Su estado de embriaguez le hizo repetir una y otra vez la misma pregunta no sé cuantas veces, 10, 15, 20 quizás, bajo un sol abrasador. El sudor corría por mis espaldas producto del pánico y de la asfixia, rodeado de una sinfonía de chicharras en Sol mayor. Pero mi hermano, con un valor que no sé de donde sacó, respondió una y otra vez con nuestros nombres hasta que por fin el gitano se apartó del camino y nos dejó seguir. Al llegar a nuestro destino lloré de miedo en brazos de mi abuela hasta que no me quedó ni una gota en el cuerpo. Mi hermano hizo lo mismo, pero escondido para que no le viera nadie, para que no le viera yo. Él fue el caballero de la triste figura que por primera vez en la vida me defendió con unos cojones que yo creo que ni él sabía que tenía.

Y es que mi hermano se pasó toda la vida chinchándome. Cuando me operaron de apendicitis el doctor dijo que por favor nadie me hiciera reír para que no me tiraran los puntos al hacerlo, podría abrirse la herida. Y el cabronazo de mi hermano se pasó los tres días que estuve hospitalizado haciendo mongoladas para que me descojonara de risa y me retorciera de dolor a la misma vez. Nuestros juguetes favoritos eran los clics de Famobil, teníamos cientos de clics, pero la joya de nuestras respectivas coronas eran mi castillo y su barco pirata. Él acostumbraba a poner nombres peculiares a todos y cada uno de sus clics y al vigía, al que vivía aupado en la cesta del mástil central le llamaba “El Gran Raimundo”, un clic con camisa roja y tricornio azul al que amaba. Yo tenía mi castillo perfectamente organizado, con soldados equidistantes distribuidos por las murallas, con cuidadores de caballos, comandantes, cocineros, príncipes, comerciantes y todo lo necesario para el discurrir de la vida en ese microuniverso medieval de plástico. Mi hermano era nervioso, caótico y desorganizado, todo lo contrario que yo, y mantenía que el caos y el desorden siempre vencerían al orden. “Solo necesito al Gran Raimundo para destruir tu castillo” era su grito de guerra; lo asía fuertemente con la mano y lo destrozaba todo con sólo ese clic hasta derrumbar las murallas del castillo y no dejar pieza sobre pieza. Esos eran los momentos en los que me iba llorando a mi madre a decirle que mirara lo que había hecho mi hermano, quien con amplia sonrisa se sentaba en el suelo orgulloso del caos que había organizado a su hermano el megaordenado. 

Los caminos del orden y del desorden en general tienen unas coordenadas precisas y divergentes, pero no se cebaron en el caso de mi hermano, quien a pesar de su mente caótica, sus tres paquetes de ducados al día, sus nervios infinitos y su culo de mal asiento le condujeron a una vida estable y familiar dentro de los márgenes de un razonable bienestar.  Ambos hermanos, el ordenado y el desordenado, viviendo a varios miles de kilómetros de distancia, moraban sus vidas dentro de sus cauces.  El hermano megaordenado no tenía suficiente con una carrera de ingeniería, tenía además que estudiar Historia, “eres gilipollas pero mola” me decía mi hermano. Mientras él disfrutaba de una placentera vida insular en la que trabajaba un día a la semana, el hermano gilipollas se sumergía innecesariamente en el estudio de las cosas pasadas.
 
Y es precisamente eso lo que estaba haciendo aquel 4 de junio de 2009 a las 17h, estudiar geografía descriptiva como un gilipollas, aquel día tocaba estudiar la agricultura y economía en el sudeste asiático. Tenía frente a mí aquel mapa con los iconitos del arroz, el trigo y todas esas cosas cuando sonó el teléfono. Era mi cuñada, menudo coñazo, que querrá ésta ahora que me va a interrumpir el estudio. Descolgué el teléfono de mala gana y aquella primera frase me taladró el cerebro “Ale, que tu hermano se ha muerto”. Recuerdo que se me cayó el teléfono al suelo, sentí una especie de mareo y vi el mapa del sudeste asiático moverse agitadamente sin saber porqué. En ningún momento pensé que se tratara de una broma, el tono de voz desgarrado no dejaba lugar a dudas. En ese momento la sombra del gitano borracho con la navaja oxidada se proyectó frente a mí, él y yo solos, sin nadie que me pusiera la mano en el pecho y me echara hacia atrás. Ahora era yo el que tenía que echarle cojones a la cosa. Porque fue a mí al que le tocó llamar a mi padre para decirle que su hijo mayor había muerto, una triste elegía narrada por la voz de su hijo pequeño. 

Mi hermano era una persona extrema. Comía en extremo, fumaba en extremo y bebía en extremo, no conocía ningún tono de gris. Su leitmotiv se resumía en el lema: “si hay chocolate, me como todo el chocolate”.  Su modo salvaje de vida le llevó un día a comerse ocho flanes Dhul de una sentada, sin cuchara, sorbidos directamente del plato, en homenaje al salvaje mayor, mi padre, que siendo joven apostó comerse veintidós huevos fritos de una sentada y venció. El deporte y mi hermano eran dos conceptos que formulados uno detrás del otro sonaban rarísimo, “los que hacen deporte son gilipollas”. Y a lo mejor llevaba razón, pero los que no lo hacen además tienen papeletas para funestos sorteos. Y a él le tocó el premio gordo. Estaba subiendo a un avión que le llevaría desde Tenerife a la isla del Hierro cuando se dio cuenta que había olvidado las gafas de sol en el coche, que para más inri era de alquiler. "Joder, tengo que recuperar mis gafas", y con su proverbial morro se plantó en la cabina del piloto y le dijo que ni se le ocurriera arrancar el avión, que iba a ir al coche en la otra punta del aeropuerto a recuperar sus gafas. Mi hermano, que una vez convenció a un musulmán de que se comiera un bocata de morcilla, también convenció al piloto de que no arrancara el avión, “sal echando hostias al coche que te espero”, y eso hizo. Corrió hacia el coche, cogió sus gafas, y de nuevo corrió de vuelta hacia el avión. Un kilómetro para allá y otro kilómetro para acá echando leches, un cuerpo a un mes de cumplir cuarenta años que no hacía deporte y que, ay el puto destino, nadie sabía que tenía un defecto congénito en el corazón. Empapado en sudor ocupó su asiento y súbitamente empezó a sentirse mal, muy mal. Con el avión despegando le dijo a la azafata que por favor le diera agua, ésta le dijo que esperara a que el avión se pusiera horizontal, pero mi hermano no podía esperar más porque su tiempo acabó ahí. La carrera para conseguir las gafas de sol le costó la vida, pues aquel defecto cardiaco dio la cara justo en ese fatídico momento y se le paró el corazón, una muerte súbita con el avión empinado elevándose a los cielos de Canarias. En los asientos inmediatamente delanteros casualmente iban dos cirujanos zaragozanos que iban a hacer pesca submarina al Hierro, e inmediatamente se dieron cuenta de la gravedad de la situación. Con el avión en vertical tiraron a mi hermano al pasillo e intentaron reanimarle mientras el avión giraba y volvía al aeropuerto Reina Sofía donde una UVI móvil ya esperaba en la misma pista de aterrizaje. Pero nada se pudo hacer. El alma de mi hermano quedó para siempre flotando en algún lugar sobre el océano Atlántico.

Sentí la punta de la navaja del gitano borracho penetrando mi garganta mientras le decía a mi padre que su hijo había muerto. Mi padre, esa roca humana, fría y disciplinada se enfrentó al peor mazazo de su vida, sobrevivir a un hijo poco después de haber superado él mismo un infarto. El gitano y yo estábamos solos en aquel cerro arcilloso y ardiente, ambos eramos los únicos que permanecíamos en pie, rodeados de personas que se habían desmoronado. Vi la angustia de todas las dolorosas del mundo encarnadas en los ojos de mi madre, vi como esa fabulosa roca humana fría y disciplinada se desparramaba por el suelo hecha barro, vi a mis abuelos hundidos ante la desaparición de su primer nieto “el caótico”. En aquel momento comprendí la evolución de la psique infantil al ver la reacción de mis dos sobrinas ante la muerte de su padre. La mayor, de siete años, fue consciente de todo lo que estaba pasando, ¿y cómo se consuela a una criatura así ante semejante drama?. La pequeña, de cinco, aquel día lloraba por empatía, porque lo hacía su hermana, pero no comprendía el motivo, tarde o temprano su padre aparecería por algún lado. Hoy día no se acuerda de nada. Aquel día comprendí que vivimos en un mundo donde a la vuelta de la más insospechada esquina puede hacer acto de presencia tal dolor que puede llegar a volverte loco.
Días antes mi hermano me había llamado por teléfono mientras estudiaba los primeros temas de geografía descriptiva, se aburría en el trabajo y me llamaba para contarme movidas asombrosas que pasaban por su cabeza, y podía ponerse increíblemente coñazo. Decidí no cogerle el teléfono, “tengo que estudiar y voy a perder una hora con el pesao de mi hermano, ya le llamaré luego”. Y no le llamé. Esa habría sido la última vez que hubiera hablado con mi hermano, pero una vez más puse la Historia por delante de todo y de todos. Efectivamente él tenía razón, fui un auténtico gilipollas con la mierda de la Historia. Esa negativa a coger el teléfono a mi hermano, y haber oído su voz y sus paranoias por última vez me tortura desde entonces. Y es que aquel 4 de junio fue el día en el que un tornado pasó por mi vida arrasando todo lo que había, fue el día en el que el gitano borracho sonrió complacido por verme al fin solo, sin figuras de autoridad, indefenso. Porque en la vida llega un momento en el que ya no puedes ir corriendo a llorarle a mamá porque alguien ha destrozado tu castillo, ni nadie te va a poner la mano en el pecho apartándote del peligro para defenderte de él. Es ese punto de la vida en el que ya no van a tirar de ti, te tienes que bajar del carro, ponerte delante y tirar tú de él, como un buey con una yunta que pesa una tonelada frente a un camino ardiente que te quema los pies y cuyo horizonte está emborronado por el aire hirviente que se eleva delante de tus ojos. 

Meses después del entierro me afané en la búsqueda del Gran Raimundo, enmarcada en una descorazonadora persecución de fetiches que avivaran el recuerdo de mi hermano. Y le encontré, poniendo así la primera piedra de mi conversión en evocador de su vida y milagros. También me apliqué en la consecución de un libro, el Santoral escrito por Luis Carandell, que mi hermano anhelaba y nunca tuvo por estar descatalogado. Porque resulta que él adoraba bromear con la vida de los santos, "menudo gilipollas hacer bromitas de ese tipo" pensaba yo. También lo encontré, de segunda mano gracias a internet, herramienta en la que él estaba bastante pez. Por otro lado, en los cómics se suele representar a los muertos de color azulado y con dos X en los ojos. Esa imagen superpuesta a algo tan presente y perenne en mi vida como Pink Floyd y su fundador Syd Barret forjaron la idea. De fondo un drama, una muerte, una angustia, un disparo en mitad del alma que vierte sangre sobre el suelo. Y tetas, porque otra cosa no, pero mi hermano tenía auténtica devoción por las tetas bien grandes.

Desde que encontré al Gran Raimundo duerme todas las noches a mi lado, en mi mesita de noche velando mi sueño. Porque aunque ya nadie vaya a defenderme de las navajas oxidadas que el destino quiere hundirme en el cuello, aún existe un pequeño pirata de camisa roja que me ayuda a recoger diariamente las lágrimas condensadas del más profundo amor por mi hermano.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Mala cabeza


 Publicado en el blog https://dekrakensysirenas.wordpress.com el día de San José de Cupertino de 2015


El corazón va por delante y la cabeza va por detrás, o lo que es lo mismo, lo que tu corazón siente hoy tu cabeza lo entenderá mañana. El corazón vive al día y la cabeza lo hace bajo los efectos de una célula de retardo de veinticuatro horas, un desfase cardiocefálico que la transforma durante un día en una mala cabeza, una cabeza con deseos de sincronía, con los riesgos que eso conlleva: dejarte las llaves puestas en la puerta de casa, dejar la olla exprés en el fuego y que estalle destrozándote la cocina, que parte de ti inunde una garganta sin avisar o que pises una margarita sin darte cuenta de que tiene un número par de hojas. Durante veinticuatro horas estamos a merced de ese desequilibrio; el corazón ya puede estar latiendo desbocado que igual la cabeza está un poco así, a su rollo, tratando de hallar la sincronía desencriptando lo que está ocurriendo desde el punto de vista de la quietud, la frialdad y la equidistancia.

Confucio se puso muy pesado con la necesidad de tener el corazón caliente y las manos largas siempre y cuando la cabeza permaneciera fría. Nada de retardos de veinticuatro horas, y nada de manos cortas. Si subimos nuestro corazón a la cuadriga de Mesala, uno de los pocos ejemplos de caballo del malo que es rapidísimo, conseguirá ponerse en paralelo a la de Ben-Hur, quien va en cabeza, y le destrozará las ruedas con las cuchillas que salen de sus ejes. Un corazón palpitante y desbocado que se encara a tu cerebro te lo va a joder, no tengas la menor duda, por lo que a priori parece sensato que dejes que tu cabeza viva con serena complacencia su asincronía cardial.

Una buena cabeza va a querer asomarse y mirar al cielo, una mala cabeza va a querer meterlo dentro de ella. Y es que es muy tentador tener un cielo en la cabeza. Uno o varios, porque Dante nos habló de la existencia de muchos cielos, y él tenía metida en su cabeza a Beatrice, su cielo, el origen de su mala cabeza y de su poético pene erecto. Virgilio ya se dio cuenta de eso, la tienda de campaña en la túnica de Dante mientras dormía no dejaba lugar a dudas. Y qué tienda de campaña, señor. Incluso Virgilio se puso un poco tonto y dudó si tornar su buena cabeza en una mala cabeza.

Nuestra cabeza es redonda para permitir al pensamiento que cambie de dirección cuando le apetezca, pensamientos omnidireccionales, y sin embargo vivimos rodeados de malas cabezas que deciden ser unidireccionales, que no se animan a dejar la senda a la que fueron fijados desde pequeños. Estamos rodeados de personas de una sola dirección, que no se abandonan, que guardan fidelidad justo a lo que no hay que guardarla. Es la gente gris, la de las manos cortas, el corazón frío y la cabeza parlanchina; no tienen una cabeza mala sino una pobre y triste cabeza.

A pesar de que la cabeza es esférica no es ella quien lleva la corona del deseo, la lleva el corazón que es el que habla, bla bla bla bla bla, todo movidas coronarias sin cesar. Los corazones charlatanes hay que dejarlos hablar todo lo que quieran, pero eso sí, siendo siempre conscientes de que es a la cabeza a quien realmente tenemos que escuchar. El problema se nos plantea cuando escuchamos con atención a la mala cabeza, a la del retardo de las veinticuatro horas, a la de las manos largas, a la de la tienda de campaña dantesca y la que lidia con el corazón coronado y parlanchín. Un problema planteado en una mala cabeza con un cielo ingrávido en su interior la convierte en un globo de helio que pretende elevarte hacia el más alto de los placeres olímpicos.