Era un verano abrasador como pocos, los alacranes se tumbaban patas arriba desesperados en los cerros de arcilla implorando misericordia divina esperando que la canícula cesara, aunque fuera un poquito. Mi hermano tenía que llevarme a casa de mis abuelos desde la librería que mi madre tenía en la calle San Miguel y había dos opciones, el camino largo dando un rodeo por las calles de abrasador asfalto o acortando a través de los cerros recocidos por una calor inmisericorde. Yo era aún muy pequeño, no recuerdo si tenía 5 o 6 años y mi hermano, 5 años mayor, decidió tirar por el camino corto. En mitad de la asfixia de aquel paisaje sofocante surgió de entre las ondas de aire hirviendo la figura de un gitano borracho. Se detuvo justo frente a nosotros y dirigiéndose a mí me preguntó “Hola chaval, ¿cómo te llamas?”, pregunta a la que no sabía si responder siguiendo los sabios consejos de mis padres de no hablar con desconocidos. Adelantándose a mis dudas mi hermano le preguntó al gitano que qué es lo que quería, a lo que él, tambaleándose por la melopea, sacó una navaja, se la puso en la cara y le dijo “le he preguntado al pequeño por su nombre, ¿me lo vas a decir?”. En cuanto vi la navaja oxidada el terror se apoderó de mí y apreté su mano con fuerza. Mi hermano, larguirucho y desgarbado, nada impresionante, soltó mi mano, me la puso en el pecho y me echó hacia atrás interponiéndose entre el gitano y yo. “Él se llama Alejandro, y yo Jesús, ¿nos dejas seguir nuestro camino?”. Creo que el gitano no se esperaba esa respuesta, porque inmediatamente reformuló la misma pregunta en un tono similar, pero esta vez dirigida directamente a mi hermano “¿Cómo te llamas chaval?, ¿Y el pequeño?”. Su estado de embriaguez le hizo repetir una y otra vez la misma pregunta no sé cuantas veces, 10, 15, 20 quizás, bajo un sol abrasador. El sudor corría por mis espaldas producto del pánico y de la asfixia, rodeado de una sinfonía de chicharras en Sol mayor. Pero mi hermano, con un valor que no sé de donde sacó, respondió una y otra vez con nuestros nombres hasta que por fin el gitano se apartó del camino y nos dejó seguir. Al llegar a nuestro destino lloré de miedo en brazos de mi abuela hasta que no me quedó ni una gota en el cuerpo. Mi hermano hizo lo mismo, pero escondido para que no le viera nadie, para que no le viera yo. Él fue el caballero de la triste figura que por primera vez en la vida me defendió con unos cojones que yo creo que ni él sabía que tenía.
Y es
que mi hermano se pasó toda la vida chinchándome. Cuando me operaron de
apendicitis el doctor dijo que por favor nadie me hiciera reír para que no me
tiraran los puntos al hacerlo, podría abrirse la herida. Y el cabronazo de mi
hermano se pasó los tres días que estuve hospitalizado haciendo mongoladas para
que me descojonara de risa y me retorciera de dolor a la misma vez. Nuestros juguetes favoritos eran los clics de
Famobil, teníamos cientos de clics, pero la joya de nuestras respectivas coronas eran mi
castillo y su barco pirata. Él acostumbraba a poner nombres peculiares a todos y cada uno
de sus clics y al vigía, al que vivía aupado en la cesta del mástil central le
llamaba “El Gran Raimundo”, un clic con camisa roja y tricornio azul al que
amaba. Yo tenía mi castillo perfectamente organizado, con soldados
equidistantes distribuidos por las murallas, con cuidadores de caballos,
comandantes, cocineros, príncipes, comerciantes y todo lo necesario para el discurrir de la vida en ese microuniverso medieval de plástico. Mi hermano era nervioso,
caótico y desorganizado, todo lo contrario que yo, y mantenía que el caos y el
desorden siempre vencerían al orden. “Solo necesito al Gran Raimundo para
destruir tu castillo” era su grito de guerra; lo asía fuertemente con la mano y lo destrozaba todo con sólo ese clic hasta derrumbar las murallas
del castillo y no dejar pieza sobre pieza. Esos eran los momentos en los que me
iba llorando a mi madre a decirle que mirara lo que había hecho mi hermano,
quien con amplia sonrisa se sentaba en el suelo orgulloso del caos que había
organizado a su hermano el megaordenado.
Los
caminos del orden y del desorden en general tienen unas coordenadas precisas y
divergentes, pero no se cebaron en el caso de mi hermano, quien a pesar de su
mente caótica, sus tres paquetes de ducados al día, sus nervios infinitos y su
culo de mal asiento le condujeron a una vida estable y familiar dentro de los
márgenes de un razonable bienestar.
Ambos hermanos, el ordenado y el desordenado, viviendo a varios miles de
kilómetros de distancia, moraban sus vidas dentro de sus cauces. El hermano megaordenado no tenía
suficiente con una carrera de ingeniería, tenía además que estudiar Historia, “eres
gilipollas pero mola” me decía mi hermano. Mientras él disfrutaba de una
placentera vida insular en la que trabajaba un día a la semana, el hermano
gilipollas se sumergía innecesariamente en el estudio de las cosas pasadas.
Y es
precisamente eso lo que estaba haciendo aquel 4 de junio de 2009 a las 17h,
estudiar geografía descriptiva como un
gilipollas, aquel día tocaba estudiar la agricultura y economía en el sudeste asiático. Tenía
frente a mí aquel mapa con los iconitos del arroz, el trigo y todas esas cosas
cuando sonó el teléfono. Era mi cuñada, menudo coñazo, que querrá ésta ahora
que me va a interrumpir el estudio. Descolgué el teléfono de mala gana y aquella primera
frase me taladró el cerebro “Ale, que tu hermano se ha muerto”. Recuerdo que se me
cayó el teléfono al suelo, sentí una especie de mareo y vi el mapa del sudeste
asiático moverse agitadamente sin saber porqué. En ningún momento pensé que se
tratara de una broma, el tono de voz desgarrado no dejaba lugar a dudas. En ese momento la sombra del gitano borracho
con la navaja oxidada se proyectó frente a mí, él y yo solos, sin nadie que me pusiera la mano en el pecho y me echara hacia atrás. Ahora era yo el que tenía que
echarle cojones a la cosa. Porque fue a mí al que le tocó llamar a mi padre
para decirle que su hijo mayor había muerto, una triste elegía narrada por la
voz de su hijo pequeño.
Mi
hermano era una persona extrema. Comía en extremo, fumaba
en extremo y bebía en extremo, no conocía ningún tono de gris. Su leitmotiv se resumía en el lema: “si
hay chocolate, me como todo el chocolate”.
Su modo salvaje de vida le llevó un día a comerse ocho flanes Dhul de una
sentada, sin cuchara, sorbidos directamente del plato, en homenaje al salvaje
mayor, mi padre, que siendo joven apostó comerse veintidós huevos fritos de una sentada y venció. El
deporte y mi hermano eran dos conceptos que formulados uno detrás del otro sonaban rarísimo, “los que hacen deporte son gilipollas”. Y a lo mejor llevaba razón,
pero los que no lo hacen además tienen papeletas para funestos sorteos. Y a él le tocó
el premio gordo. Estaba subiendo a un avión que le llevaría desde Tenerife a
la isla del Hierro cuando se dio cuenta que había olvidado las gafas de sol en el
coche, que para más inri era de alquiler. "Joder, tengo que recuperar mis gafas", y con su
proverbial morro se plantó en la cabina del piloto y le dijo que ni se le
ocurriera arrancar el avión, que iba a ir al coche en la otra punta del
aeropuerto a recuperar sus gafas. Mi hermano, que una vez convenció a un musulmán de que se comiera un bocata de morcilla, también convenció al piloto de que
no arrancara el avión, “sal echando hostias al coche que te espero”, y eso
hizo. Corrió hacia el coche, cogió sus gafas, y de nuevo corrió de vuelta hacia el
avión. Un kilómetro para allá y otro kilómetro para acá echando
leches, un cuerpo a un mes de cumplir cuarenta años que no hacía deporte y que, ay el
puto destino, nadie sabía que tenía un defecto congénito en el corazón. Empapado
en sudor ocupó su asiento y súbitamente empezó a sentirse mal, muy mal.
Con el avión despegando le dijo a la azafata que por favor le diera
agua, ésta le dijo que esperara a que el avión se pusiera horizontal, pero
mi hermano no podía esperar más porque su tiempo acabó ahí. La carrera
para conseguir las gafas de sol le costó la vida, pues aquel defecto cardiaco
dio la cara justo en ese fatídico momento y se le paró el corazón, una muerte súbita con el avión empinado elevándose a los cielos
de Canarias. En los asientos inmediatamente delanteros casualmente iban dos
cirujanos zaragozanos que iban a hacer pesca submarina al Hierro, e
inmediatamente se dieron cuenta de la gravedad de la situación. Con el avión en
vertical tiraron a mi hermano al pasillo e intentaron reanimarle mientras el
avión giraba y volvía al aeropuerto Reina Sofía donde una UVI móvil ya esperaba en
la misma pista de aterrizaje. Pero nada se pudo hacer. El alma de mi hermano
quedó para siempre flotando en algún lugar sobre el océano Atlántico.
Sentí
la punta de la navaja del gitano borracho penetrando mi garganta mientras le
decía a mi padre que su hijo había muerto. Mi padre, esa roca humana, fría y disciplinada se enfrentó al peor mazazo de su vida, sobrevivir a un hijo poco después de haber superado él mismo un infarto. El gitano y yo estábamos solos en aquel cerro
arcilloso y ardiente, ambos eramos los únicos que permanecíamos en pie, rodeados de personas que se habían desmoronado. Vi la angustia de todas las
dolorosas del mundo encarnadas en los ojos de mi madre, vi como esa fabulosa roca
humana fría y disciplinada se desparramaba por el suelo hecha barro, vi a mis abuelos hundidos
ante la desaparición de su primer nieto “el caótico”. En aquel momento
comprendí la evolución de la psique infantil al ver la reacción de mis dos sobrinas ante
la muerte de su padre. La mayor, de siete años, fue consciente de todo lo que estaba
pasando, ¿y cómo se consuela a una criatura así ante semejante drama?. La pequeña, de cinco, aquel día lloraba por empatía, porque lo hacía su hermana, pero no comprendía el motivo, tarde o temprano su padre aparecería por algún lado. Hoy día no se acuerda de nada. Aquel día comprendí
que vivimos en un mundo donde a la vuelta de la más insospechada esquina puede hacer acto de presencia tal dolor que puede llegar a
volverte loco.
Días
antes mi hermano me había llamado por teléfono mientras estudiaba los primeros
temas de geografía descriptiva, se aburría en el trabajo y me llamaba para
contarme movidas asombrosas que pasaban por su cabeza, y podía ponerse
increíblemente coñazo. Decidí no cogerle el teléfono, “tengo que estudiar y voy
a perder una hora con el pesao de mi hermano, ya le llamaré luego”. Y no le llamé. Esa habría
sido la última vez que hubiera hablado con mi hermano, pero una vez más puse la
Historia por delante de todo y de todos. Efectivamente él tenía razón, fui un auténtico gilipollas con la mierda de la Historia. Esa negativa a coger el teléfono a mi hermano, y haber oído su voz y sus paranoias por última vez me tortura desde entonces. Y es que aquel 4 de junio fue el día en el que un
tornado pasó por mi vida arrasando todo lo que había, fue el día en el que el gitano
borracho sonrió complacido por verme al fin solo, sin figuras de autoridad, indefenso.
Porque en la vida llega un momento en el que ya no puedes ir corriendo a
llorarle a mamá porque alguien ha destrozado tu castillo, ni nadie te va a poner la
mano en el pecho apartándote del peligro para defenderte de él. Es ese punto de la vida en el que ya no van a tirar de ti, te tienes que bajar del carro, ponerte delante y tirar tú de él, como un buey con una yunta que pesa una tonelada frente a un camino
ardiente que te quema los pies y cuyo horizonte está emborronado por el aire
hirviente que se eleva delante de tus ojos.
Meses
después del entierro me afané en la búsqueda del Gran Raimundo, enmarcada en
una descorazonadora persecución de fetiches que avivaran el recuerdo de mi hermano. Y le encontré, poniendo así la primera piedra de mi conversión en evocador de su vida y milagros. También me apliqué en la consecución de un libro, el Santoral escrito por Luis Carandell, que mi hermano anhelaba y nunca tuvo por estar descatalogado. Porque resulta que él adoraba bromear con la vida de los santos, "menudo gilipollas hacer bromitas de ese tipo" pensaba yo. También lo encontré, de segunda mano gracias a internet, herramienta en la que él estaba bastante pez. Por otro lado, en los cómics se suele representar a los muertos de color azulado y con dos X en los ojos. Esa imagen superpuesta a algo tan presente y perenne en mi vida como Pink Floyd y su fundador Syd Barret forjaron la idea. De fondo un drama, una muerte, una angustia, un disparo en mitad del alma que vierte sangre sobre el suelo. Y tetas, porque otra cosa no, pero mi hermano tenía auténtica devoción por las tetas bien grandes.
Desde que encontré al Gran Raimundo duerme todas las noches a mi lado, en mi mesita de noche velando mi sueño. Porque aunque ya nadie vaya a defenderme de las navajas oxidadas que el destino quiere hundirme en el cuello, aún existe un pequeño pirata de camisa roja que me ayuda a recoger diariamente las lágrimas condensadas del más profundo amor por mi hermano.
Desde que encontré al Gran Raimundo duerme todas las noches a mi lado, en mi mesita de noche velando mi sueño. Porque aunque ya nadie vaya a defenderme de las navajas oxidadas que el destino quiere hundirme en el cuello, aún existe un pequeño pirata de camisa roja que me ayuda a recoger diariamente las lágrimas condensadas del más profundo amor por mi hermano.