Con tan sólo ocho años de edad cayó el telón de la realidad visible para Rodrigo Caballero, una mala pasada del destino le lanzó una piedra a la cabeza dejándole ciego para el resto de su vida. Ese grave contratiempo no supuso un freno para su pasión, la música, y su trabajo de juglar. Al principio fue difícil, cuando pasaba por los caminos, azotado por el viento y herido por el granizo los chicos se reían de él diciendo: «¡Qué viene el lobo, cieguecito, que viene el lobo!» El pobre niño sonreía, porque nunca aprendió a maldecir. Un ermitaño tuvo compasión de él, le recibió en su ermita, le enseñó gramática e hizo de él un maestro de bondad inagotable, abanderándose de frases como “mejor es dar a un niño educación que riquezas” o “la cultura abre algunas puertas pero la educación las abre todas”
Nadie sabía tantos cantares como él ni los cantaba con tanta maña, por lo que pronto las fiestas que organizaba hechizaron las cortes de los más famosos reyes de su tiempo. Cruzó tierras y mares para atender los ruegos de todos aquellos señores que querían disfrutar de su oficio. Los salones de palacios y castillos henchían y resonaban de aplausos que reventaban al terminar los banquetes que amenizaba con sus versadas artes.
Rodrigo Caballero celebraba a los héroes mitológicos de su tierra, una encrucijada de caminos y lugar de paso obligado donde sólo había una posada refulgente de ecos antiguos y espectrales, de palmeras taladas y de silencios prolongados. Una posada donde los muebles y enseres se encastraban en un orden milimétrico y donde en ocasiones se podía escuchar el caminar de las ratas por las cálidas techumbres. Pinos, lapas, rateras, viejos mataderos, granito, campillos, tablas y llanos de liebres trazaban la esfera cósmica de su universo invisible.
A Rodrigo las damas le sonreían, los caballeros le alababan y los reyes le regalaban sus más preciadas joyas, pero tanto bullicio ensombrecía su alma piadosa. Toda la alegría que brotaba alrededor con sus versos le generaba al mismo tiempo un inmenso vacío en su corazón. Y este fue el verdadero motivo por el que no permanecía en un mismo lugar durante más de un año, echándose el arpa al hombro y dejando que su inseparable lazarillo Héctor le condujera a un nuevo señorío o a una nueva corte a la que deleitar.
En mitad de uno de esos caminos perdidos sintió el aleteo de un ave de gran tamaño que le inquietó sobremanera, desazón que pronto cedió ante una sensación única de paz. Una voz que venía desde su futuro le tranquilizó, era un ángel de oscura melena y profundos ojos negros que anunciaba su presencia con el roce de sus alas en la frente de Rodrigo. «Tu amor está a la orilla de la infancia, es una mujer dulce, pespunteada y granítica, la encontrarás en tu camino al lado de una fuente» le dijo. Y después de incrustarle un tierno beso radiactivo en su mejilla el ángel levantó el vuelo y se alejó hacia su lugar del tiempo ulterior.
A los pocos días de camino pasó junto a un pequeña torrentera de agua donde se entremezclaban el olor del jazmín y la tierra mojada. Asustado, notó como de pronto alguien le arrebataba su arpa y empezaba a tocarla torpemente. El sonido giraba alrededor suya, no podía ver, pero podía sentir cómo alguien le contorneaba bailando y jugando con su arpa. «¿Cómo te llamas?», preguntó Rodrigo. «Aunque no soy -respondió una voz femenina- más que una pequeña flor que crece al borde del agua, me llaman Ceres, la pequeña reina de la fuente», «¿Pespunteada?», «Sí, pespunteada e hija de Dios al que canto para su gloria y felicidad del paraíso». Rodrigo comprendió inmediatamente que aquella era la mujer a la que Dios había unido su corazón. La ceguera no fue obstáculo para que entre ambos levantaran como inefables arquitectos una sólida familia de la que brotaron dos retoños, un niño y una niña. De ella, de la niña, cuenta la leyenda que era capaz de volar hacia el pasado como paloma entre una bandada de cuervos.
Cuando con el transcurso del tiempo los retoños empezaban a construir sus nidos, la enfermedad convirtió la cama de piedras y ceniza de Rodrigo Caballero en un lecho de muerte. Su familia le abrazó desesperada intentando retener sin éxito esa barca que poco a poco le arrastraba hacia la corriente final. El último tránsito cerró sus ojos consiguiendo recuperar la visión por toda la eternidad. Rodrigo Caballero aprovechó su fabuloso nuevo estado para reencarnarse en una rosa, una rosa que anhelaba observar a aquella paloma que le golpeó la frente en el camino polvoriento de otro tiempo. La primera vez que la tuvo cerca se arrojó a sus pies temeroso de que no le viera y le pisara pero ella, siempre atenta, la recogió. Se la puso a la altura de los ojos y la miró fijamente. Se miraron a los ojos por primera vez en sus vidas con extraordinaria nitidez. Feliz, Rodrigo Caballero se deshizo de su disfraz floreado, saltó hacia ella, le incrustó un tierno beso radiactivo en su mejilla y levantó el vuelo hacia ese lugar donde descansan todas aquellas personas a las que seguiremos tributando en recuerdo mientras las arpas sigan amenizando las vidas de héroes de otros tiempos.
Nadie sabía tantos cantares como él ni los cantaba con tanta maña, por lo que pronto las fiestas que organizaba hechizaron las cortes de los más famosos reyes de su tiempo. Cruzó tierras y mares para atender los ruegos de todos aquellos señores que querían disfrutar de su oficio. Los salones de palacios y castillos henchían y resonaban de aplausos que reventaban al terminar los banquetes que amenizaba con sus versadas artes.
Rodrigo Caballero celebraba a los héroes mitológicos de su tierra, una encrucijada de caminos y lugar de paso obligado donde sólo había una posada refulgente de ecos antiguos y espectrales, de palmeras taladas y de silencios prolongados. Una posada donde los muebles y enseres se encastraban en un orden milimétrico y donde en ocasiones se podía escuchar el caminar de las ratas por las cálidas techumbres. Pinos, lapas, rateras, viejos mataderos, granito, campillos, tablas y llanos de liebres trazaban la esfera cósmica de su universo invisible.
A Rodrigo las damas le sonreían, los caballeros le alababan y los reyes le regalaban sus más preciadas joyas, pero tanto bullicio ensombrecía su alma piadosa. Toda la alegría que brotaba alrededor con sus versos le generaba al mismo tiempo un inmenso vacío en su corazón. Y este fue el verdadero motivo por el que no permanecía en un mismo lugar durante más de un año, echándose el arpa al hombro y dejando que su inseparable lazarillo Héctor le condujera a un nuevo señorío o a una nueva corte a la que deleitar.
En mitad de uno de esos caminos perdidos sintió el aleteo de un ave de gran tamaño que le inquietó sobremanera, desazón que pronto cedió ante una sensación única de paz. Una voz que venía desde su futuro le tranquilizó, era un ángel de oscura melena y profundos ojos negros que anunciaba su presencia con el roce de sus alas en la frente de Rodrigo. «Tu amor está a la orilla de la infancia, es una mujer dulce, pespunteada y granítica, la encontrarás en tu camino al lado de una fuente» le dijo. Y después de incrustarle un tierno beso radiactivo en su mejilla el ángel levantó el vuelo y se alejó hacia su lugar del tiempo ulterior.
A los pocos días de camino pasó junto a un pequeña torrentera de agua donde se entremezclaban el olor del jazmín y la tierra mojada. Asustado, notó como de pronto alguien le arrebataba su arpa y empezaba a tocarla torpemente. El sonido giraba alrededor suya, no podía ver, pero podía sentir cómo alguien le contorneaba bailando y jugando con su arpa. «¿Cómo te llamas?», preguntó Rodrigo. «Aunque no soy -respondió una voz femenina- más que una pequeña flor que crece al borde del agua, me llaman Ceres, la pequeña reina de la fuente», «¿Pespunteada?», «Sí, pespunteada e hija de Dios al que canto para su gloria y felicidad del paraíso». Rodrigo comprendió inmediatamente que aquella era la mujer a la que Dios había unido su corazón. La ceguera no fue obstáculo para que entre ambos levantaran como inefables arquitectos una sólida familia de la que brotaron dos retoños, un niño y una niña. De ella, de la niña, cuenta la leyenda que era capaz de volar hacia el pasado como paloma entre una bandada de cuervos.
Cuando con el transcurso del tiempo los retoños empezaban a construir sus nidos, la enfermedad convirtió la cama de piedras y ceniza de Rodrigo Caballero en un lecho de muerte. Su familia le abrazó desesperada intentando retener sin éxito esa barca que poco a poco le arrastraba hacia la corriente final. El último tránsito cerró sus ojos consiguiendo recuperar la visión por toda la eternidad. Rodrigo Caballero aprovechó su fabuloso nuevo estado para reencarnarse en una rosa, una rosa que anhelaba observar a aquella paloma que le golpeó la frente en el camino polvoriento de otro tiempo. La primera vez que la tuvo cerca se arrojó a sus pies temeroso de que no le viera y le pisara pero ella, siempre atenta, la recogió. Se la puso a la altura de los ojos y la miró fijamente. Se miraron a los ojos por primera vez en sus vidas con extraordinaria nitidez. Feliz, Rodrigo Caballero se deshizo de su disfraz floreado, saltó hacia ella, le incrustó un tierno beso radiactivo en su mejilla y levantó el vuelo hacia ese lugar donde descansan todas aquellas personas a las que seguiremos tributando en recuerdo mientras las arpas sigan amenizando las vidas de héroes de otros tiempos.