Aquella noche tampoco tenía hambre, los
sucesivos sinsabores que iba planteándole la vida poco a poco le iban restando
las ganas de comer. También creía firmemente en la teoría de que cuantos más
años cumples menos comida necesitas, pero sea como fuere algo tenía que cenar. Al
abrir la despensa, entre la penumbra, una sensual lata de mejillones en
escabeche le hacía ojitos de forma muy insinuante. Esos mejillones eran
buenísimos, los compró en la tienda de delicatesen de aquella esquina donde alguna
vez se comió el ramo de flores que pensaba regalarle a aquel amor evaporado. Al
extraerla de la caja de cartón la doradísima lata resplandecía como si la hubieran
abrillantado una cuadrilla de zíngaros abetunados. Inmediatamente sintió la
necesidad de apoyarla en la repisa de la cocina sobre un trozo de papel de
cocina intentando preservar su pulcritud. Aquella lata sería su cena.
Tenía vino, tenía pan y tenía aquella seductora lata de deliciosos mejillones, la noche poco a poco parecía que iba a enderezarse. El hambre, al que ya no esperaba, hizo acto de presencia de la mano de una amplia sonrisa de complacencia. Tras unos instantes de contemplación y preparación de todos los avíos introdujo su dedo índice en la anilla y tiró de ella suavemente. La superficie de la tapa lentamente iba curvándose dejando al descubierto el contenido de la tentadora lata . Pero se presentó un problema, el extremo final de la tapa estaba fuertemente pegado a la tapa, un solo milímetro de unión entre ésta y el resto de la lata la separaban de la emancipación definitiva. El único modo de desprender la tapa definitivamente era aplicando un poquito más de fuerza, no demasiada para que la lata no volcara, y así fue, tiró y un sordo “clac” desgajó para siempre la tapa de la lata. Pero ocurrió algo.
El “clac” de la tapa se transmitió al
escabeche en el que los mejillones plácidamente disfrutaban de su eterno baño,
rompiendo la tensión superficial del mismo lanzando una minúscula gota al aire en
dirección vertical, justo hacia el centro de la pupila del hambriento
protagonista de nuestra historia. La gota de escabeche, compuesta en su mayor
parte por vinagre, aceite y pimentón, impactó de lleno con el globo ocular
derecho lanzándole hacia atrás como si hubiera recibido un directo en el ojo. Casi
sin tiempo para recuperarse, apreció unas extrañas sensaciones que se
apoderaron de él como el que de pronto se sumerge en una oscura tinaja de
onirismo y caldo de aceitunas. Los sones de “Flor de Pasión” que religiosamente
escuchaba cada noche se iban alejando y colmándose de gravedad, la realidad se
alejaba de él y, sin entender nada, notaba cómo la vida se le derramaba piernas
abajo. Justo antes de caer al suelo notó que su barba se había transformado en
filibranquios, el manojito de pelos ese que llevan los mejillones, el chándal
que llevaba se había endurecido hasta formar una cocha y el aire, que de forma
súbita se había transformado en agua, entraba y salía por lo poco que quedaba
de sus orejas.
Las grietas de los cristales de la cocina anunciaban
la enorme diferencia de presión existente entre el exterior, en plácida noche
cerrada y el interior lleno de agua, convirtiendo la casa en una suerte de
pecera gigante. El cajón de los cubiertos se había abierto y como por arte de
magia los peces-tenedor se fueron nadando hacia otra estancia donde no les
obligaran a pinchar nada. A continuación los peces-cuchillo, amenazantes,
empezaron a nadar entorno a él, el gran mejillón gigante, orbitando en búsqueda
de su mejor oportunidad.
Él aún no estaba muy hecho a su nueva
condición de ser bivalvo, pero sabía que tenía que salir de allí. Abrió y cerró
su caparazón aconchado rápidamente para intentar huir de la cocina en dirección
al salón, donde los muebles flotaban pegados al techo, sin un ápice de aire en
toda la casa. Una de las cosas que más le llamó la atención es que las lámparas
aún seguían encendidas, por lo que pudo ver con claridad la sórdida batalla
entre la alfombra-raya y la tortuga-televisión. Aquel salón donde hasta
entonces se había desarrollado gran parte de su vida se había convertido en un
lugar hostil, no podía permanecer durante más tiempo pues sentía amenazada su
recién estrenada existencia de molusco. Sin embargo y a pesar de todo, la verdad
es que se encontraba muy bien, total, su vida de humano le estaba empezando a
cansar y quizás un cambio de aires, de aguas en este caso, le vendría muy bien.
Cuando el pequeño banco de peces-cuchillo abandonó la cocina en busca de las plantas superiores de la casa pensó que era un buen momento para volver y establecer relaciones con sus congéneres de la lata de mejillones que previamente iba a cenar. Dado que la densidad del agua es menor que la del escabeche y que los mejillones estaban súper bien en su jacuzzi dorado ninguno se había movido de su sitio. Nada más llegar le hicieron un hueco y se puso a charlar con ellos, eran gente enrollada, ni siquiera el hecho de que fuesen a ser devorados por él en su anterior forma humana distorsionaban la armonía que casi de inmediato surgió entre ellos. Le aceptaron en la lata con los filibranquios abiertos, le pasaron un cóctel de laurel y pimienta que flotaba en el escabeche y cerraron la tapa de nuevo dejando colgado de la anilla un minúsculo cartel que rezaba “No molestar”.